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Una marea profunda en el pecho

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • May 2, 2020
  • 6 min read

Updated: Jun 1, 2020


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La señora esdrújula vestía un traje rojo ese día. Apompado, como todo su vestuario. Portaba un maletín en una mano, y un bastón de marfil en la otra. Descendía tranquila la calle, caminando siempre por las sombras para no broncear su pálida cara, que era lo único que descubría.


Paró junto a un escaparate y observó con detenimiento. Tras unos segundos se acercó a la puerta, se colocó el bastón debajo del brazo y empujó el picaporte con una sonrisa picada en los labios.


- Salud, querido hermano.

- Salud, Trakovska. ¿Vienes a verme?

- ¿Acaso te sorprende?


Caminaba lentamente hacia el interior de la tienda de antigüedades.


- Supongo que me has echado de menos.

- Supones mal.


Acarició el mostrador y acto seguido colocó el maletín sobre él, bruscamente.


- Te traigo un regalo.

- ¿Ah, sí? ¿Qué es?

- ¿No quieres adivinar?

- Déjame entonces que nos sirva un té.


El que todo fuera una farsa no ayudaba a la situación.


El hombre fue hasta un rincón de la sala y sirvió unas gotas de líquido en ambas tazas de porcelana mientras el agua hervía. Luego vertió el contenido de la tetera y volvió junto a la dama.


- No hace falta ser muy agudo para saber que lo llevas en el maletín.


No hubo menor respuesta que una mirada desafiante.


- Ahora cabe imaginar si ocupa todo el espacio de éste o si, por el contrario, va envuelto en terciopelo rojo.


Dio un sorbo al té humeante.


- ¿Qué pasaría si no siguiera tu jueguecito? No me digas: no me darías mi regalo.


El vértigo de su sonrisa ascendió a un bemol.


+ + +




La boca roja bien perfilada de Trakovska se abrió en una respuesta reprimida por la tensión requerida, la difuminada barbilla fue rozada por un rayo de sol que buscó caer en la lengua que pensaba en el labio superior.


- El jugador está condenado a su curiosidad, querido. Aún así, te doy crédito si crees que puedes ser más fuerte que el pecado divino.


Alzaron sus tazas y brindaron indagando sin pudor en los pensamientos del otro. El trago fue áspero y prolongado.


- Un cigarre?

- Por supuesto, el francés todavía ayuda a mitigar cualquier tensión. Si vous plait.


Mijaíl Illich abrió uno de los cajones de ébano del archivador que había tras él y sustrajo una cajetilla dorada labrada con caligrafía sefardí, la apoyó con cautela en el mostrador, seguidamente abrió el cajón continuo y de él sacó una cajetilla de igual tamaño, de oro blanco y una piedra roja incrustada en la parte superior que colocó al lado de la primera caja.


- ¿Por cuál empezamos?


Doña esdrújula raspó con su cucharilla una de las heridas que el anticuario tenía en la mano hasta que consiguió teñir el vértice de rojo, luego se llevó la cuchara a la boca, la relamió bien y dio un nuevo trago a la humeante infusión.


Una vez posada la taza sobre el plato usó la misma mano para abrir la caja de la piedra roja. Cogió uno de los habanos.


Sonido metálico. Clack. Shrrm. Una llama ilumina los dos rostros.


- Cosas tan asombrosas me sucedieron que cabría labrar con una aguja muy fina esas historias en la retina de todo ser humano para que no se volvieran a cometer los mismos errores.


El humo les absorbe.


- Es inútil que te opongas a tu naturaleza. Ya la dejaste fluir al sacar las dos cajuelas.

- ¿Piensas que era un juego, por qué no abres la otra?

- Porque me gusta dilatar las sorpresas.

- Tan metódica como siempre, Trakovska, tú no reniegas a la esencia de tu ser.

- La naturaleza y el ser son distintos.

- Cierto, acompáñame.


Ambos cruzaron la tienda y atravesaron la cortina que llevaba a la trastienda, un lugar repleto de objetos dispares que no por ello dejaba de ser armónico y acogedor. Espejos de óvalo con representaciones del kamasutra de Kahuraho, ensayos manga de perspectiva sobre bambú, tapices afganos, dioses siberianos, venus keniatas, hueveras francesas, jarras turcas, penachos mayas, lanzas quechua o una colección de apuntes botánicos que contenía todas las exploraciones del siglo xv al xix. En el centro de todo esto esperaba a nuestros personajes una mesa circular con un mantel grueso color ámbar y dos sillas sencillas de madera a los lados, una de ellas servía de estantería y fue la que usó el anticuario para sentarse, dejando a la dama la inmaculada silla de la izquierda. Antes de sentarse Mijaíl dejó los libros sobre un escritorio que había a la derecha del cuarto, encendió la lámpara que había sobre él, eligió un disco y dejó que la aguja rasgara las primeras notas mientras recogía el mendrugo, el queso, el vino y los otros elementos que había en la mesa. Los dejó todos apilados en la cocinilla que había al lado de la entrada y una vez asegurado de que todo estaba en orden, de que esdrújula había masticado bien las palabras que en algún momento debían ser pronunciadas, volvió a sentarse a la mesa.


- Existe una diferencia obvia entre echar de menos y anhelar. La primera requiere de una experiencia previa, en cambio la segunda es abrumadora, pues la mente recrea y añora un tiempo jamás vivido, del cual es capaz de representar nítidamente cada uno de sus sinsabores y aromas.


El humo crea formas en el aire, se mezcla en el líquido azul de las tazas, circunvala la cabeza de marfil del bastón de esdrújula, deletrea las palabras hebreas de la caja de nácar, acaricia el resorte del maletín que espera firme y queda catapultado bajo las finas lágrimas del reloj de arena.


De forma imperceptible, la mirada esdrújula de soberbia se tiñe de miel y las palabras mascadas con demasiado cuidado adquieren de nuevo una consistencia asfixiante.


- Juguemos esta última partida, querida. Hace cerca de cuarenta años que no he vuelto a apostar, esas horas invertidas en descifrar las mentes de mis contrincantes me sirvieron para perderme en los laberintos que crearon cada una de estas piezas y puede que ya esté tan lejos del mundo de los pensamientos carnales que tenga la batalla perdida, en cualquier caso ya hace mucho que deserté de la guerra.


Ya no hay miradas directas ni ironías ni palabras de vuelta, Trakovska está sumida en el horizonte, Mijaíl saca del corazón de su chaleco una baraja.


- Lo haremos así, solamente arriesgaremos una mano. Si cualquiera de los dos tiene en su posesión al alquimista, ambos tendremos que abrir seguidamente respectivos contenedores, en este mismo lugar. ¿Queda claro, Trakovska? La siguiente opción sería para el loco devorando el 3 de corazones, en este caso quien quiera que lo tuviera tendría que dejar su regalo para el otro, y en el caso de que te saliera a ti, querida, dejarías tu maletín y te marcharías sin más. Cualquier otra carta no servirá de nada, cogerás tu maletín, yo guardaré la caja en su rincón, y continuaremos con nuestras tareas.


Dos personas han trazado un recorrido para llegar a este punto que como todo camino ha estado plagado de contradicciones ante las distintas opciones. Trakovska medita en silencio la propuesta. Recitará una antigua cita que terminará a dos voces:


- Sea lo uno o lo otro, somos juguetes de fuerzas ajenas, instrumentos de un destino que asume la formación paradójica y contradictoria de un accidente necesario.

Las manos de Mijaíl temblaban mientras mezclaba las cartas, sin embargo cada una de ellas conocía tan bien esta danza que ninguna perdió el recorrido que debía trazar. Las escucharon caer nuestros personajes en una constante que da cuerpo a ese silencioso devenir del tiempo.


Una carta que llega a su destino colapsada por la que la sucede, dirigidas por una mano ajena a sus rostros y aspiraciones. Los habanos, posados sobre el cenicero, invocaban su compañía en la mesa.


Llegada la hora el mazo bajó quedando la mano de Mijaíl Illich retenida en él. Trakovska, de mano blanca como el marfil, movió entonces su voluntad que reposó sobre esta otra mano. Sintieron por primera vez en cuatro décadas el pulso que recorría sus venas, el torrente de sangre que sus cuerpos ocultaba, los estanques de pesares que inundaban sus pechos.


Por sus mentes sucedieron todas las posibilidades trazadas por la voz de Mijaíl y condenadas a ese accidente necesario, el cual reducía a una sobre 78 la posibilidad de ejecutar el cometido que había llevado a esdrújula hasta la tienda de antigüedades más famosa de toda Netangayu aquella mañana de primavera. El alquimista sería el único redentor que podría ofrecerle la absolución de sus pecados: la cobardía, la traición y la fuga. Solo el alquimista le ofrecería la oportunidad de esclarecer la duda que pudiera mitigar la angustia.

++ ++ ++


Cuando la peonía florece, muestra su esplendor y luego desaparece, ¿quiere decir no o sí?



Entonces, tras esa breve pausa disonante de pulso y memoria, las manos de Mijaíl y Trakovska recuperaron teatralidad y aplomo. Volvieron a ser parte de los cuerpos encargados de esconder en lo más profundo todo lo que conlleva la inmensidad de la nada. Los ojos se agudizaron, las barbillas se erigieron, los dedos sostuvieron los habanos y el humo de nuevo nubló sus cabezas.


Mijaíl, con su mano izquierda abrió el abanico de cartas sobre la mesa, cada uno eligió una. Ella buscó la carta escondida, él la que tenía más cerca de sí.



++++

Tengo un secreto que esconder en el hueco de un árbol, en el fondo de la tierra, en el funículo de un cráter, en lo más hondo del fondo marino, allá donde mi existencia se depurará un día…


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