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Toros y toallas

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • Sep 18, 2020
  • 5 min read


Estoy en una casa en el medio del campo. Esta amaneciendo, serán las cinco, cinco y media de la mañana. Escucho ruidos fuera. Alguien rodea la casa. Crujen los árboles, el viento choca y muere estruendosamente en las ventanas. Voy descalza, con miedo a descubrir las cortinas o bien con miedo de toparme con un hombre asechándome del otro lado y  queriendo entrar. Siempre es un hombre el que me asecha en sueños, pienso. Me invade un miedo profundo, te llamo pero no me sale gritar tan fuerte. Tal vez es mejor descorrerla en silencio, sea lo que sea yo puedo con ello. Junto fuerzas. Abro las cortinas. Una manada de toros me está mirando. Toros enormes, negros, robustos. En el medio, como era de esperarse, un hombre que desconozco. Me mira fijo, con la misma intensidad que la de los toros. Me quedo inmóvil, helada, abducida por la mirada firme y profunda de cada uno de los animales. El cielo empieza a brillar y  siento que por mis piernas corre agua. ¿Voy a parir? ¿Así se siente romper fuentes?


Cuando despierto, me doy cuenta que me he meado encima.

Salgo rápidamente de la cama en medio de la noche. Estoy empapada de sudor y de pis. Me siento en el inodoro y me largo en llanto. Es ahora también mi cara la que se llena de agua. Prendo la ducha y lleno la bañadera: si me voy a inundar entera que sea con sales de baño. 


Me quito la ropa. Cada vez que me quito la ropa descubro mi cuerpo nuevamente. No tengo pechos, tengo pelos en la espalda, el culo flaco y sobretodo un genital flojo y triste. Pero a él no lo observo, él vive en una habitación aparte, con la puerta cerrada. Me miro a los ojos en el espejo, me miro fijamente con la misma mirada de aquel hombre, de los toros que me esperaban al alba fuera de esa extraña casa. 


Decido correr la vista, meterme en el agua y olvidarme de mí misma. Es contradictorio, porque al olvidarme de mí misma no podré realizar el acto más noble que tenemos, no podré bañarme con honestidad. No podré enjabonar un cuerpo extraño. No podré recordar mi cuerpo. Sobre mi dignidad no tengo memoria.


No me instalo muchos minutos, entonces, en la bañadera. Habrá que quitarse de encima este trámite  y salir rapidito, el eco del baño y la acústica de mi pecho vacío me expulsan. El agua también cruje. Abrazo la toalla y me la engancho como un gran vestido blanco. Así quisiera salir a la calle, acariciada por el tacto de un vestido de seda, por el vuelo de las olas que rodean el final de la falda. Con unos tacones altísimos, con el pelo largo y suelto, con aros, pulseras, y lápiz labial rojo. Con el andar de una gacela, liviana, con el pecho abierto. Pero no. Uso un traje, recto hasta los tobillos, en tonos oscuros. Tengo el pelo corto y lleno de gel para ir a la oficina, debo saludar con la mano. Uso un calzoncillo y cargo con el peso de haber nacido con un pene. 


“Alguien me ha puesto algo aquí abajo, abuela” recuerdo haberte dicho alguna vez. Alguien se ha sacado esta cosa y me lo ha dejado a mí para siempre, utilizando la brujería. Esto no es mío, abuela, esto no es mío. Esto nunca fue ni será mío, porqué he yo de cargar con el pene de otra persona, abuela, dime por favor. Sácamelo. Dile a dios que no haga chistes malos, que he sido buena, qué siempre quise lo mejor para el mundo. ¿Es tal vez, abuela, mi castigo? Es tal vez una forma de venganza? He armado una lista de cosas malas que hice, y recuerdo ahora la mirada del vendedor de pulseras. Le he robado una pulsera y he salido corriendo. Una pulsera de mostacillas verdes y azules, con una estrella de plástico en el medio. ¿Este será, abuela, el pito del vendedor? Recuerdo cómo me miró. Una mirada de toro, abuela, una mirada que me obligó a robar esa pulsera, porque no estaba bien desear aquella reliquia de plástico. 

Creo en Dios abuela, y me ha mandado Dios el pito del vendedor para que sienta que lo que robé tampoco era mío, ni para mí. 


Por eso la guardé con tus alhajas, pensé que entre tus joyas nunca te darías cuenta. Pero ahora lo sé. Tus pulseras eran de oro, y la mía de plástico. Lo supe cuando me llamaste desde el patio, y me preguntaste que cómo estaba. Que qué tal mis amigos. Lo supe cuando te moriste y lo único que me dejaste fue una cadena de oro, con una estrella brillante en el medio. Siempre lo supiste, aún más que yo, que ahora no puedo salir del baño y comenzar un nuevo día, que no puedo dar un discurso que no habla con voz propia. No se dónde está esa cabaña pero he de haberla conocido en otra vida, cuando alguna vez me acepté y creí que estaba bien tener pensamientos propios. ¿Eso es hacer política? Soy entonces una farsante, porque en cuanto agarro las llaves del coche, cierro de un portazo y dejo al corazón latir, y le pido que solo haga eso, por favor, le pido encarecidamente latir y nada más, porque otra  responsabilidad no puedo darle. 


A veces, abuela, en la oficina, si que pienso en la toalla/vestido. Y me imagino que estará tirada en el baño, juntando aún más humedad.

La toalla es el único... es que no quiero dejar secando también a la toalla. 


Cuando llego, por la noche, la meto en la lavadora. Si yo he perdido el entusiasmo... abuela, recuerdas nuestra comunión? cada vez que pienso en el vestido blanco de Graciela y en el berrinche que hizo por que le faltaban más volados te compadezco. Mi hermana es una desagradecida, el vestido te había salido estupendo. Una pieza blanca e impoluta, la que, tal vez habrás olvidado, me hiciste probar “para medir la espalda” como me dijiste. Probarme el vestido de Graciela por la espalda fue para mi la comunión. Una comunión soñada. Luego me llamó mamá y me puse el traje, esa corbata que me dio papá con el logo de la iglesia y unos náuticos negros. Me parecía ridículo y ordinario. Quería entrar al reino de Dios con un vestido blanco, como la toalla con la que juego después de bañarme. Qué peor ser farsante con la alfombra roja de Dios. ¡Lloraba como una magdalena! Todavía no atendía a lo qué pensaran de mi y me dolía saber qué pensaría yo de mi con este traje de astronauta, me veía tan disfrazada... y ahora llevo este traje de comunión a la oficina.

¿Recordas que me agarraste de los brazos y me dijiste que me lave la cara? “Es hora de hablar con Dios, que es lo más importante”. Seguro lo recordarás...


No he vuelto a rezar en todo este tiempo. Tal vez pueda hablarle a la virgen, que es una figura política como yo y que está relegada a ser la segunda de Dios. A esa otra mujer yo le podría confiar mi tristeza. Y aún más, podría comenzar a rezar diciendo


“Madre nuestra 

que estás en los cielos 

santificado sea tu nombre”.


Abuela, algún día podré tomarte de la mano. Ponerme el colgante, vestirme con un vestido de seda. Caminar a tu lado. Salir a la calle y decir quien soy. Soy Lara. Soy mis propios pensamientos. 

Abuela, cuando pienso en el colgante de oro no le tengo miedo a nada. 


La toalla estará hecha un rollito en la esquina del baño ahora, esperando que algún día deje de usarla como yo uso este cuerpo con el que me usa una sociedad aberrante.

Mmm, pruebo decir una palabra en el micrófono. Mmm. Miro al público. Es indignante como en cinco minutos puedo transformarme en un toro. 

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Escritura Virulenta   2020

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