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Los asientos que no ocupo

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • Jun 5, 2020
  • 5 min read

Updated: Jun 10, 2020




Cuenta una amiga de una amiga que, desesperada por la crisis económica y personal que atravesaba, se arrodilló al lado de la cama y se persignó. Recuerdo con humor las palabras que a Dios le invocó: "Si me tiras un hilo te hago una frazada". La pobre no había rezado en su vida. Pero aún así le funcionó, y me dejó pensando.


Si en algo no fui buena es en pedir, porque para pedirle a Dios, en el colegio, tenías que hacer un trabajo de hormiga y rezar constantemente, confesarte, santiguarte delante de las capillas, no robar, no mentir, no ser adúltera, no ser ambiciosa, no, no, no. Quien si no yo, que me crié en el colegio militar más estricto de Argentina, podía sentir una enorme cantidad de culpa para pedirle algo a nuestro Señor.

Y si lo hacía todo empezaba con: "...yo sé que soy una mala persona, que nunca rezo, que nunca mantengo la fé y ahora te pido".  Claro que a la amiga de mi amiga que nunca reza se le cumplió el pedido, porque cuando lo hizo no hizo más que determinar su fé en sí misma, su convicción y su deseo. Yo determinaba la culpa y la desesperación. Lo que me enseñaron en la más tierna edad, en el colegio más duro. 

Pelo castaño hasta los hombros, cuerpo torpe y largo de un día para el otro. Extrovertida para no validar lo introvertida que era. Chistosa y payasa. Hipersensible. Recién mudada a la Patagonia, primer día de clases. A mi madre le prometieron que, si bien era doble turno, no había tarea para el día siguiente. El colegio tenía al parecer una rigurosidad académica notable, pero no entendía porqué tenía yo que hacer contabilidad y administración de empresas cuando quería ser artista. Por qué iba a un colegio militar cuando siempre fui una mujer sensible, desde pequeña, cuando revoleaba el poncho a escondidas y era fanática de Mercedes Sosa y La Sole, una cantante de folclore muy famosa en ese momento. Por qué  me amoldé tanto tiempo al deber. ¿La rigurosidad para quién era? ¿Por qué nunca me rebelé? Continué en ese colegio sin quejarme y sin chistar hasta quinto año. Puede que mis padres tengan la sensación (o la negación?) de que lo disfruté, y tal vez así haya sido, porque mi deseo era tan invisible que creía que todo lo que llegaba desde el exterior y desde la decisión unánime de elles era lo mejor para mí. Tan poco me conocía que hasta lo disfruté, y no entiendo si eso es bueno o es horrorozo. Por eso no soy nostálgica con la infancia. Y por eso tengo claro que ocupé una silla abandonada por mí misma durante años. ¿Quién era esa mujer? La mujer que tenía amigas en el curso, pero que no se hallaba con ninguna, la mujer que buscaba nuevas amistades y amores en otros lugares, la mujer que no tenía ni buenas ni malas notas, la mujer que tapaba todo con chistes y con los dramas de la adolescencia, la mujer que no se conocía, que sentía tanta culpa, que se creía superior por haber escalado a popular, la mujer que no se nombró, la mujer que silenció.  ¿Quién es esa mujer tan silenciosa que pasó sin pena ni gloria trece años del sistema educativo? Me hubiera encantado que mis padres me hayan leído el deseo, porque tanto desconocimiento era vocación familiar. Porque nadie tenía carácter para repensarse, para reveer las normas, las reglas, las notas, el boletín de mierda, la conducta, la vestimenta, la moral y la ética perversamente utilizadas, la cohersión constante, el uniforme, la vulnerabilidad machacada, vulnerabilidad que ha quedado en mi cuerpo como debilidad y no como la fortaleza más grande que podría haber tenido. Me hubiera encantado que me vieran. Papá, mamá, ahí estaba. ¿Pero con qué ojos podría haberme visto quien no hizo ese trabajo consigo misme? Entonces les  perdono, y podría no haberles perdonado nunca. Podría haberles exiliado de mis nuevos pensamientos, de mis ideales, de mi valiosa manera de ver el mundo, del amor que floreció en mí tantos años después del período escolar, de la culpa que ya no tengo, de los amigos y amigas que me abrieron sus puertas aunque se las haya querido derribar, de lo que vieron en mi cuando yo no podía ver con claridad absolutamente nada, del interés que invirtieron y de los frutos que orgullosa expongo y que yo misma permití. ¿Cómo me ayudé a mi misma, pienso? ¿Cómo llegué a escarbar tan hondo, cuando me enseñaron todo lo contrario? 

Ahora siento un poco de lástima por la directora que agarró a un alumno y le rapó el pelo sin autorización de sus padres, pero sabiendo que su madre lo iba a tomar por bueno. Siento pena por el ignorante y apático profesor de historia, que tenía arranques de ira. Que nos dijo violentamente que "de la dictadura no se habla en este lugar". Que también nos enseñó cívica, y por suerte solo recuerdo una discusión sobre el alma al respecto. Siento pena por la profesora de literatura que me humilló durante largo rato delante de mis compañeros al haberme confundido, y que el último día de colegio, a escondidas, me dijo "seguí escribiendo porque sos buena, Mercedes." Siento pena por la profesora de música que echaron cuando nos enseñó una canción de Charly García, canción que aprendí solo ese día y nunca más olvidé, porque sola nunca estuve, porque poco a poco una se acerca a lo que una es, como un aceite esencial, que se reduce y por sus propiedades solo se vuelve más y más intensa. Más y más sanadora. La canción, entonces, era esta: Mama la libertad siempre la llevarás dentro del corazón te pueden corromper te puedes olvidar pero ella siempre está. Tan lejos ya de la Patagonia, tan lejos ya de Argentina, tan lejos ya de la Iglesia, ocupo una silla que me construí de a poco y que sigo redecorando. "Quien se fue a Sevilla perdió su silla". Hay momentos en los que pienso que la distancia podría hacerme perder el lugar que gané al volver a Buenos Aires, desde que terminé el colegio hasta que me mudé a España. Pero ya he vivido todo esto, me digo. Y hay algo que me pulsa a seguir e ir soltando todo lo que obstaculice mi camino. Estoy viva a mi manera, pienso, y quiero sonreír y hacérselo saber al mundo. La fé no cae de arriba como la lluvia. La fé es saberse a sí mismo y tener la valentía de hacerlo vibrar, tan fuerte, que ningún militar pueda ya poner "mano firme" sobre mi brazo enyesado, sobre mi vida ni la de nadie. El el nombre de Mercedes. Ni el Padre, ni el hijo, ni espíritu de ningún extraño. La fé es deseo, memoria y coraje. Acá estoy. Esta silla es transitoria. 

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