Sobre el vértigo
- Escritura Virulenta
- Dec 12, 2020
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Estos días me contaron de un amigo que había muerto solo en su casa. En realidad no era mi amigo, sino amigo de amigo. Treinta y tantos, soltero, vivía solo en Estambul. Le dio un infarto en su casa y calló en el acto. Su familia estaba preocupada porque hacía tiempo que no sabía de él y en un intento ya desesperado contactaron con su amigo, que también es mi amigo y que también es español viviendo en Turquía. Este estaba de vacaciones en el Mar Negro junto con su esposa, hicieron las maletas y volvieron a la ciudad. Fueron a la casa que callaba, nadie abrió. Llamaron a la policía, rompieron la puerta y ahí lo encontraron. Hacía días que yacía el cuerpo sin vida.
Cuando vivía en Estambul una noche soñé con Borges. En el sueño todo el mundo comprendía el significado profundo de sus textos, lo entendían desde la raíz, como quien sabe flotar en el agua sin hundirse. En cambio yo me ahogaba en sus letras, no alcanzaba a descifrarlas. Pasé el día repasando el sueño y preguntándome por su significado. Por la noche (era una noche oscura, lo recuerdo perfectamente porque solo se veía la luz de los ferris que cruzaban el Bósforo), estando sentada en nuestro balcón europeo con vistas a Asia, se abrió una puerta en medio de esa masa negra y me colé en la historia de la ciudad de la mano de Bizancio, Ciro el Grande, Alejandro Magno, Constantino, Sultán Mehmet, Suleiman… de Asia a Europa, de Europa a Asia. Se desplegó la elegancia de la historia ante mí y por unos segundos todo cobró significado y entendí mi sueño. Anoté en mi diario: la angustia de que el tiempo sea intangible es tan inmensa como éste mismo.
En el verano de mis seis años encontré una foto de cuando tenía tres años y me obsesioné con ella. A la hora de la siesta obligada, tumbada en mi litera le lloraba a esa niña que nunca volvería a ser. La fotografía aún la conservo, está completamente arrugada y me produce muchísima ternura acordarme de esa niña de seis que empezaba a atisbar lo que significaba crecer.
Mi diario de Estambul empieza con esta frase: me gusta mi vida de se acaba mañana. Tenía 26 años y vivía en el ombligo del mundo junto con mi novio mexica. Nos emborrachábamos y hablábamos de literatura y poesía. Teníamos un presente desbordado por la incertidumbre y sin embargo sabíamos reírnos con la misma intensidad con la que llorábamos. Hoy me pregunto, ¿cómo es una vida de se acaba mañana? ¿es acaso más plácida o la placidez solo llega con la vejez, una vez superadas todas las etapas? La muerte es esa amenaza constante que nos obliga a vivir. Es la gran hipérbole de la vida. Tengo frío en esta nueva casa que habito, tengo las manos resecas y el vientre encogido. El lagrimal amargo. La boca hueca. Pero a pesar de ello, tengo. Tengo como diría nuestra aclamada Nina. Tengo la fantasía de la parca, aquello que anhela y nos arrebata.
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