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Paloma

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • May 23, 2020
  • 4 min read

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Hace alrededor de 20 años, en un sótano que imitaba una taberna andaluza en el interior de una mansión de las afueras de Madrid, Rocío Jurado me miró a los ojos y, proyectado su garganta hacia la mía, abrió sus labios y me cantó: Paloooomaaaa. Fue el bautizo que nunca tuve. Ese sonido envolvió mi identidad entera en la sostenido y escuché mi nombre como jamás lo había hecho. En aquellos tiempos yo no tenía ni idea de quién era esa persona y ni muchos menos sabía quién era yo. Nunca tuve conciencia de mi etiqueta, mi nombre y yo no pasamos por el proceso de acoplamiento que tienen las estaciones espaciales con las naves en las que todo engrana y continúan viaje. La Nave Paloma se aproximó hacia la estación de mi cuerpo en la plena inmensidad de la historia. Pa. Lo. Ma. Lomo con Pan. Bomba planeadora. Manopla. No sé a qué suena, ¿a qué suena? Hay nombres que aportan a la persona una insignia, arrastran con ellos algo parecido al olor de un perfume, o se plantan en el rostro de la identidad como un lunar exótico en el labio. Hay personas que parecen tituladas en cursiva y le dan a su carácter una curvatura carismática. El mío no sé a qué se refiere y es muy evidente: un pájaro de cuidad molesto y sucio. Mi padre, pintor irrefrenable, me lo puso ante un ansia de megalomanía porque la hija de Picasso se llamaba así. Nací pues con la certidumbre de la oposición: yo esa no era. Y a mis 35 sigo gestionando lo que queda de esa resta. Si no era ella, entonces, ¿quién era? En un arranque de hermanarme con mis orígenes, por muy inalcanzables que fueran, me puse la famosa Paloma de Picasso como foto de perfil. El resultado fue que ofendí a mi padre porque, al parecer, le planté en la cara la misma cruda verdad: tú ese no eres. Y así hemos vivido los dos, con una conciencia de quién no somos, de cuál es esa meta elevada que nos desvía del camino de ser nosotros mismos sin moldes infundados. Él acumula cuadros debajo de la cama, yo voy dejando libretas inacabadas con frases que podrían salir solas a caminar, salir corriendo y no volver más. Él imprime fotos de Velázquez que clava en el extremo de sus lienzos mientras que yo memorizo palabras que usó Geoff Dyer en sus diarios para calzarlas en conversaciones con mis amantes. También llevamos el apellido Castro, siendo ambos de una izquierda terriblemente quimérica, terriblemente imposible. Pero todo esto es un secreto que ninguno de los dos confesaremos nunca.

Cómo no voy a hablar de mi padre cuando se trata de nombrarse. Hay una vergüenza cabizbaja y cómplice en todo esto, y el único que va entenderlo se llama Edipo. Él también me dio el apodo: me dicen palito, pajarín. Siempre chiquita, aniñada, aleteando entre el nido y la calle. Me hace gracia cuando dicen que nunca nadie ha visto una criatura de paloma. Yo creo que tampoco. Hay épocas de mi vida en las que no recuerdo haber existido, una niña inédita, una joven sin papeles. Me visualizo si acaso en mi habitación sin poder salir de ahí porque el pasillo era la sala de espera de los pacientes del despacho de mi madre. Yo era paciente ante mi salida, jugueteando con algún objeto y agarrando un libro a la altura de mis manos y, sin tener otra opción ante el limitado mundo del aburrimiento, abrirlo. Empecé a movilizarme tras la ventana infinitamente reventada de vida de las palabras y jamás nada me ha incrustado en un escenario como lo han hecho los libros. He estado en cientos de lugares siendo la Paloma sin Picasso, observando por una mirilla la Vida con mayúsculas y también la vida en minúsculas. Mi primer escrito lo titulé así, “Mirillas”, y hablada de los lunares, las aberturas por las que se ven las mayúsculas y las minúsculas de la existencia, las cursivas, los puntos.


Y con el tiempo algo empecé a saber de mi nombre. Qué partes de él eran mías y cuáles le había cedido yo. Iba singuralizándome, mujer en los incipientes pechos y persona en la capacidad de escuchar. Me nació un cuidado de museo ante las palabras. Mi madre me decía, “no puedes ser tan literal, Palito”. Si algo tenía claro es que no se podía hablar sin más. Nombrar era el acto. Observar era el entreacto. Transité las miles de horas de mi adolescencia en la habitación con la mochila preparada, con el alma pausada de un Hopper, esperando sobre el hombro una palmada, con la energía escupida de un Rothko, macerando en mi vientre un odio agazapado, con el drama de un Bacon arzobispado, fundiéndome hacia el infierno de las buenas acciones. Y por supuesto, con el reflejo de una geometría cubista y más cubista de un Picasso. Paloma Picasso, no sé si ese ojo es mío, dónde pongo la oreja, qué hago con esta boca, dime papá dónde me pongo la cabeza, siento mi identidad fragmentada, papá, pero no me ha quedado tan mal el rostro al fin y al cabo. Mira papá, vas a tener que enmarcarlo. Puedes pasar al museo, observa y calla. Las palabras se las dejamos a los libros. Las canciones se las dejamos a las divas.


Rocío Jurado me bautizó, sí. Como una ola, mi nombre llegó a mi vida, con el ímpetu del viento. Lo rememoro ahora, de nuevo. Como una ola, llegó sin apellidos. Sin Castro y sin Picasso. Pero yo te amo, papá, como la niña a su mañana, yo, te amo, con la fuerza de los mares.


Hoy en día ya me llamo a mí misma. Es molesto que empiece con el sonido de la p, una pequeña bolsa que explota en la boca, una p de piedrita que entorpece la salida. Pero sale igualmente: la paloma vuela y se pose allá donde no la espanten. Viajé, porque antepuse el sí a la duda. Europa, América, Asia y Medio Oriente. En aquellos países inhóspitos preguntaba cómo se decía mi nombre en su idioma. No recuerdo ninguno, pero de mi viaje a Turquía sí recuerdo una palabra: Pamuk, algodón. Atravesé el oeste turco en furgoneta e hice parada en Pamukkale, unas ruinas blancas de aguas termales. Me mojé los pies en esa agua volcánica. De lejos parecen montañas de algodón, de ahí su nombre. Irma me puso así, Pal Pamuk. Envolví en algodón algunas palabras y me puse a escribir. 

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Escritura Virulenta   2020

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