Mi hermana gemela
- Escritura Virulenta
- May 2, 2020
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No me apetece entrar en el aullido de mis huesos. Por las noches oigo un aullido. Sé que me sale de los huesos, desde muy adentro. Desde que tengo memoria escucho mi cuerpo aullar. Mi hermana gemela nació muerta. Tenía unos huesos iguales a los míos. Mi madre llora por falta de huesos. Le falta la mitad de la esperanza. Físicamente hubiéramos sido iguales. La misma nariz y pelo rizado. De vez en cuando me siento aún dentro del cuerpo de mi madre. Cualquier dolor suyo a mí me duele el doble. Tienes un monstruo en el vientre – le dijo una rumana afuera de un supermercado cuando estaba embarazada. Mi madre cuenta siempre esta historia riendo. Siempre la misma historia. Y sus colegas, profesores de universidad hacen como si no la supieran. Asienten haciendo comentarios racistas. Yo intento no hacer ruido, pasar de largo, hacer crucigramas con la abuela y sobrevivir a este naufragio que es la vida.
No me gusta la luz del sol, solo a través de los caleidoscopios. Nací a la sombra de alguien que no existió. Mi madre no quiso decirme el nombre que le tenía preparado a mi hermana. No se le puede poner nombre a un hijo muerto, decía. Yo creo que sí se puede. Yo le he puesto nombre, se llama Sofía. Yo me llamo Eugenia, tengo nombre y alma de persona vieja. Estoy tumbada en la alfombra en medio de mi habitación. Escucho a Bach mientras acaricio mis pestañas. Veo por el caleidoscopio los rayos que entran por la ventana. Yo creo que ella tenía pestañas, unas pestañas largas y bonitas como las de mi madre. Ella seguro era la más alta de las dos, la más guapa. Seguro sería amiga de todos, la popular de la clase, pero también la más lista. De esas personas que llenan una habitación con su sonrisa y que al entrar en un bar todos notan su presencia. Mi hermana Sofía.
Mi madre y yo no tenemos muchas cosas en común, pero una que sí tenemos es que nos gusta ver la lluvia por la ventana. Las dos acurrucadas en el sillón del recibidor. A mí me gusta sentir su abrazo, su calma y su olor de madre. A ella le gusta el sonido de las gotas cayendo en el techo de madera mientras me lee conceptos demasiado avanzados para mí como entelequia o unus mundus. Solo en estas ocasiones no nos sentamos ahí, porque mi madre tiene manía de que no se mueva nada de lugar. Pero nada, nada. Ni un libro, ni un cuadro, ni una figurilla de porcelana. NADA. Siempre estamos en el salón donde mi abuela ve la televisión, excepto cuando llueve. La lluvia que más me gusta, es la de verano porque puedo salir descalza a pisar los charcos. Una de esas veces me caí y miré mi reflejo en uno de los charcos fijamente. Sorprendí a mi hermana viéndome. Mi hermana estaba dentro de los charcos de la lluvia. Me acerqué con cuidado para no pisarla y mi hermana miró dentro de mí. Desde dentro de mí. Teníamos siete años y nos vimos a los ojos por primera vez. El cielo se oscureció y empezó a llover intensamente. De dentro de mí salió un llanto desesperado, no sé si de tristeza o felicidad. No sé si mío o de ella. Perdí el conocimiento, pero mi cuerpo seguía temblando. Mi hermana se había quedado encerrada dentro de mí y nadie se había dado cuenta.
De ese día en adelante me obsesionaba ver mi reflejo, mi único método conocido para encontrarla. Pero no aparecía. Entonces empecé la búsqueda de mi hermana. Tenía un espejo pequeño y con él iba inspeccionando mi reflejo en los diferentes espacios y ángulos de la casa. Me arrastré debajo de la cama, subí las escaleras poco a poco, me metí en el armario y dormí en el jardín. Lloré todos los días de esa semana. De pronto lo tuve claro. Tuve una revelación mientras me lavaba los dientes antes del cole. Mi madre gritó. Un pájaro entró por la ventana del recibidor y tiró un espejo. Al fondo del recibidor hay un espejo circular antiguo de mi abuela. Mi hermana estaba ahí, esperándome. Ese día después del colegio tomé prestada la mesilla plegable donde comen los viejos y antes de que llegara mi madre la coloqué frente al espejo. Calenté una tapa de tortilla y comimos juntas. Esto pasaría a ser nuestro ritual de las cuatro de la tarde. Ella no sabe hablar. Me bastaba verla y tocarnos la punta de los dedos.
Un día mi madre salió antes del trabajo por una protesta estudiantil e interrumpió nuestra comida. Le expliqué que Sofía estaba dentro del espejo. Me lo prohibió. Me sumergió en la bañera. A mi mamá no le gustan las cosas raras. Siempre que algo le parece raro en mí, me baña como a un bebé. Tengo que pensar en lo que he hecho. Treinta o cuarenta minutos de encierro. Escucho el click del picaporte y mi resignación se apodera del mundo. Me mete en la bañera con la mirada. Deja correr el agua. Desnúdate ahora – me ordena, mientras deja caer un poco de lejía en el agua. Solo un poco. Coge el estropajo de alambre y empieza a rozarme la piel. Me arde todo, todo hasta los huesos. Me sumerge. Sofía está bajo el agua, me coge, me acaricia, no quiere dejarme ir. Mi madre me levanta por los hombros y me besa la frente. Salgo de la ducha y veo en mis ojos todo el enojo de Sofía. No fue tu culpa dice ella en voz alta. A mi hermana no se le da bien aceptar la vida como es. Ella no es material de espejo ni yo material de estropajo.
Han pasado cinco años desde el charco. Antes de caer en un sueño profundo escucho el rugir de mis huesos. Mi Sofía encontró una nueva manera de salir de su encierro, susurrándome por las noches. Susurrándome desde dentro de los huesos. Ella no sabe hablar, pero lo intenta. A mí eso me da entre escalofríos y cosquillas. A veces son susurros y otros aullidos galopantes. Una vez soñé que estábamos en un bosque, en invierno. Ella me tomaba de la mano y me guiaba hasta un precipicio que daba al mar. Ahí, en la orilla de ese acantilado me pedía que me tumbara boca abajo y empezaba a besarme la espalda. Recuerdo que ambas estábamos desnudas y ella estaba llorando. Sentía sus lágrimas hundiéndose en mí. Sofía le lloraba a su cuerpo y empezaba a rasguñarme la espalda. De sus dedos salían cuchillas y yo me quedaba ahí en posición fetal. No podía hacer nada más. De repente paró y empezó a correr alrededor de mí. Y mientras corría se convertía en un caballo blanco. Se adentró en el bosque. Me toqué la espalda y sus huellas se desvanecían. Abracé mi cuerpo. Tengo el oído pegado a la tierra que me vibra. Alguien viene a toda ostia. Es ella galopando. Casi vuela. Se tira del acantilado.
Me desperté con la espalda arañada el día de mi cumpleaños. Como muchos otros sábados siguientes. Estos rasguños son pequeños códigos de gemelas. No lo entenderían. En mi casa la desnudez es habitual. Mi madre va desnuda siempre y mi abuela también, sobre todo en verano. Quiero guardarme el cuerpo. Esa brutalidad con la que mi hermana parece despreciarme en realidad es deseo de poseerme. Le entrego mi cuerpo con la seguridad de que sabrá cuidarlo. Entiendo su desesperación por no poder jugar o vivir. Mi madre pasó por alto la osadía de vestirme en casa. Lo que no pudo soportar fue que me negué a ducharme con ella como cada cumpleaños. Tenía aceites de flores y velas. Ese olor tan asociado a mis recuerdos. Doce años le había pertenecido mi cuerpo a mi madre, pero nunca más. Estoy bordando un sueño de paraísos imposibles. Uno que no necesita escribirse porque requiere solo un acto de brutalidad.
Mi madre quitó todos los espejos de la casa. Me hacía dormir abrazada a ella. Me compró muñecas. Alguien le recomendó meterme en una clase especial. Quería volverse aún más perfecta y arrastrarme con ella. Me leía poesía. Me daba vitaminas. Me traía a las hijas de sus amigos a casa para que jugaran conmigo. Una me metió la lengua en la boca. Jugábamos a las adivinanzas y yo veía en el reflejo de las gafas de mi abuela a Sofía. Querían quitármela y yo lo sabía. Me sumergía en la bañera. Tengo cicatrices en todo mi cuerpo. Los chicos de la escuela quieren mi cuerpo. Todos y todas quieren lo mismo y yo solo tengo un deseo cubierto de cicatrices. Por aquel entonces en el cole no te decían nada por tener el cuerpo roto. Me gusta jugar al escondite y me metía en la buhardilla. Me quedo dormida abrazada a Sofía en un reflejo de 24 espejos, escuchando su ronroneo. Un día debí dejar la puerta abierta. Sofía se escapó y empezó a destrozar el recibidor. Mi madre dio un grito de cuervo. Desperté en una iglesia con un cura a la derecha y una curandera a la izquierda. Hablaban un idioma que no entendía. Volví a dormir. Soñé con Sofía.
Me gusta jugar al pilla pilla con mi hermana en el jardín y, aunque ya somos mayores, con ella me gusta hacerlo todo. Mi madre nos ve desde el balcón. No me metió en la bañera. No pidió consejos psicológicos. No me hizo la cena con ingredientes de rencor. No hizo nada. Ahora hay 24 espejos en mi habitación. Parecía un caleidoscopio enorme. Mi madre me sonrió desde la puerta y la cerró lentamente. Nuestras habitaciones están una al lado de la otra. Escucho a Bach. Todo se siente como una trampa, pero no me importa. Estoy en medio de un abismo, enamorada. Mi hermana y yo danzamos juntas. Vamos lento o rápido depende de la pieza. Damos saltos. Nos tomamos de las manos. Nos damos besos en el cuello. Nos desnudamos 24 veces. Mis manos tocan sus tobillos. Su respiración recorre mi cuerpo de manera salvaje. Su corporalidad es animalesca. Tengo un animal encima de mí. 24 VECES. Lame todas mis cicatrices. Dejo esta cama. Me voy de la habitación. Dejo de escuchar la música. Soy otra. Mi cuerpo está lleno de saliva y sudor, resbalo. No sabía lo bonitas que eran mis manos. Siento su lengua dentro mía. Sé que no es lo normal. Pero estamos enamoradas. Veo su reflejo 24 veces y la masturbo con la boca abierta. No puedo aguantar las ganas de gemir y lo hago. Caigo de placer en la alfombra. Me he muerto. Escucho pasos a lo lejos. Escucho que alguien toca la puerta.
Despierto con frío en un charco. Mamá ¿Me he muerto? ¿Los espejos están rotos?
Estoy viendo la luz del sol por el caleidoscopio y nadando en la sangre de mi madre como un recién nacido.
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