Larga vida al matasuegras
- Escritura Virulenta
- Sep 25, 2020
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Me desperté como un flan. Revisé el equipaje una vez más: tortilla de patatas, merengues, una caja de cerillas y otra de bengalas de esas que sacan chispas y que ponen en las tartas, petardos, un bloc con rayas, un lápiz con goma de borrar y un sacapuntas, una pegatina de un gatito, una estampita de la virgen con calendario, un claxon, un par de walkie-talkies, un walkman con sus auriculares y el cassette de los mejores éxitos de Los del Río y otro de Los Pitufos Maquineros, tres paquetes de peta zetas, un caleidoscopio, un rollo de papel higiénico, una boa de plumas, una máscara de lucha libre mexicana, un paraguas de colores de esos que son sombrero y una gorra con ventilador, un timbre de recepción de hotel, un mantel de cocina de lino y sus servilletas a juego, un matamoscas y un matasuegras. Había algo que se me olvidaba y no sabía bien qué era. Di una vuelta por la habitación, bajé al jardín y miré las nubes, pasaban rápido. Abrí el garaje y revisé con cuidado las herramientas: ¿una podadora? Me gustaba pero era muy grande y pesada. Descartada igual que el taladro. Tenía que ser algo más impactante. Volví a la cocina, quería desayunar bien, dicen que el desayuno es lo más importante del día, pero no me entraba nada de los nervios que tenía. Me comí tres uñas. Salí a la calle y miré al cielo. Las nubes iban que volaban, ¡qué barbaridad! Volví a entrar, me lavé la cara, me afeité, puse la espuma y la cuchilla desechable en la mochila de viaje y sin poder contenerme más me fui al laboratorio. A las 09.47 llamé al timbre por primera vez. Nadie abrió. Me asomé a la ventana, no había nadie adentro. A las 10.08 pensé que podrían haber entrado por la puerta trasera. Volví a llamar. No escuché ninguna tabla crujir en el interior pero me rugieron las tripas y me comí las dos uñas que me quedaban. Volví a asomarme por la ventana. Bajé las escaleras del porche y comprobé que fuera el número 23, saqué el folleto de mi chubasquero: Ocasión. Viaje con nosotros al tiempo que siempre deseó conocer. Era la dirección exacta, el mismo lugar al que había venido las tres ocasiones anteriores: a informarme, a aclarar dudas y a pagarles. Todos mis ahorros de vida. Llamé al timbre, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete veces. Nada. Cogí una piedra y rompí la ventana, entré. Allanamiento de morada, si me multan me llevo el ticket también de souvenir, ¡qué narices! Busqué la máquina, estaba en su lugar, resplandeciente, tentadora. “Dispondrá de tan solo tres días para estar en la época que desee, pero después tendrá que regresar por aquello de la teoría de que si se mata una mosca en el pasado afecta a todo el ecosistema y por ende, a la historia de la humanidad”. ¡Qué narices, lo mejor que le podía pasar a esta humanidad era que su historia fuera otra! Busqué el manual de instrucciones de la máquina y lo encontré equilibrando una de las patas del escritorio, me agaché y le quité el polvo. Página 83, cómo programar un viaje al pasado: si lo que desea es trasladarse en sentido inverso a su naturaleza acceda a la máquina con el atuendo especial diseñado por el aclamado doctor Helmet, asegúrese de cerrar bien las compuertas y marque en la pantalla: asterisco, el año al que desea viajar, campanilla. Le deseamos un feliz viaje. No olvide que debe defecar siempre en las bolsas que encontrará en el bolsillo izquierdo. ¡Qué narices de atuendo ni ostias! Ni loco me quitaría las zapatillas de luces, el pantalón frufrú ni el chubasquero amarillo de Mickey mouse. Entré con la mochila, marqué las teclas y así fue como llegué aquí. Ahora os contaré mi aventura.
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