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La noche

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • Jun 5, 2020
  • 4 min read

Me acuerdo cuando éramos niñas y ocurrían cosas que por entonces no entendíamos, y que luego resultaron ser el divorcio de mis padres. Me acuerdo que pasábamos temporadas en casa de mi abuela en Sevilla. Por entonces nadie te llevaba de vacaciones, solo te encasquetaban de unos a otros.


Me acuerdo del barrio de calles sin adoquinar, la cal de las casas comida por el sol, el zaguán con olor a col, las historias de la putona del barrio (que era mi prima), las tardes viendo la novela con mi abuela, hurgando en el mueble desconchado para descubrir el escondite del chocolate.


Podíamos elegir entre dos planes fuera de casa, acompañar a mi abuela a hacer la compra, o bajar a casa de mis tíos.


Para llegar a las tiendas de alimentación había que pasar por una fila de bares hediondos de dónde salía sin descanso la música machacona de máquinas tragaperras, y señores borrachos a escupir. Después había que pasar un descampado lleno de mierdas de perro, cristales y jeringuillas. En los soportales siempre había jóvenes en un banco, eran sombras alrededor de una litrona. Todo el mundo miraba para otro lado cuando se los cruzaba porque sabían que a pesar de conocerse desde chicos, mañana te sacaban una navaja y se llevaban tu bolso, o tu vida.


La otra cosa que podíamos hacer era bajar a casa de mi tía Julita y mi tío Ángel, en el bajo del mismo edificio que mi abuela. El olor repugnante de su casa, mezcla de Ducados, cerveza, sudor y grasa de cerdo reseca en la sartén. Mi tío zombificado delante de la tele, a un volumen infernal. Siempre estaban viendo la tele. Y cuando no la veían se gritaban. Mi prima siempre se marchaba dando portazos después de una bronca. De mi tía recuerdo su pelo pegadísimo al craneo por la cantidad de grasa y sus trapos negros. Y mi primo era uno de esos yonkis. A nosotras no se nos podía contar nada porque como éramos pequeñas, se daba por hecho que no entendíamos nada. Pero no hacía falta, lo veíamos, las pocas veces que estaba en casa tirado en un sofá, sucio e inmune a todos los gritos que allí se deban. La mayoría de las veces no estaba en casa, pero siempre se hablaba de él, y siempre había trifulca. Pese a cruzarnos con él algunas veces y buscar como locas su mirada como el que busca la complicidad con un extraterrestre nunca, jamas nos miro. Tambien veíamos a su madre, al borde del delirio de tanta incomprensión. Una señora que había nacido en un carro en el camino de Burgos à Sevilla entendía mejor los poderes del demonio que las consecuencias de la heroina. No trabajaban, y cada uno quería dinero para una cosa. No sé cómo lo hizo, pero un día mi primo levanto todo el parquet de la casa para conseguir un par de dosis. A veces nos despertaban los alaridos que salían de su casa. A veces él venia a casa de mi abuela a pedirle dinero y ella, a pesar de no tener y solo con tal de que no entrara en casa, rebuscaba y le daba cien pesetas o alguna baratija. Esos días no había cena, o solo unas pocas uvas.


Nosotras percibíamos el miedo, el peligro, aunque no nos imaginábamos muy bien qué tan grave nos podía ocurrir. Nuestra abuela nos tenía encerradas en la torre de marfil, creía que éramos presa fácil en aquel barrio.


Recuerdo a mi tía cuchicheando con mi abuela, toda lágrimas, hablando del Señor y del mal, hablando de pócimas, de promesas, de descubrimientos. Cada vez que iba a la iglesia venía con un pañuelo de agua bendita que nos pasaba por la frente. Se pasaban horas rezando el Rosario frente a una madalena y un café, y había que estar calladas porque si no, el diablo podía entrar en casa.


Los perros empezaron a desaparecer del barrio. Había gente que decía que no había trabajo, ni nada que comer y la gente se tenía que buscar la vida como podía. La tía Julita estaba convencida de que era su hijo. No sé qué pensaba que hacía con ellos pero cuando susurraban con mi abuela en el quicio de la puerta escuchábamos “perros”, “sangre”, “negro”, “Señor” y otras que no llegábamos a hilar, pero en nuestra imaginación era algo terrible.


Muchos jóvenes del barrio murieron. Aparecían en la calle, o en algún coche robado. Todo El Barrio era dolor, temor y lágrimas. Pero nosotras seguíamos escuchando los bramidos de mi tía a mi primo, porque él sí volvía cada tarde a la casa. Una noche mi tía despertó a todo el bloque de un alarido ¡me ha mordido! ¡Llévatelo de aquí! ¡Que Dios me asista, o que me lleve para siempre!


El divorcio de mis padres concluyó poco después, y mi madre no se atrevió a volver a llevarnos a ese barrio, aunque echáramos de menos el café con magdalenas y rosario.


Años después, pocos días antes de su muerte, fui a atender a mi abuela a su casa. Le hacía la comida, la aseaba, la peinaba y veía con ella la novela. En el piso de abajo mi tío había muerto, mi prima se había fugado, pero mi tía y mi primo seguían viviendo en aquella casa misérable, mas misérable que nunca. Mi tía vivía encadenada a la tele, hacía años que no subía a ver a mi abuela, y ella tampoco podía bajar. Mi primo seguía pasando como una furtiva sombra mugrienta por el hueco de la escalera.


El Barrio había cambiado mucho, habían adoquinado las calles y plantado tocones de rosas. Había dignidad, orgullo. Después de recoger la mesa de la cena, fui a bajar la basura, que dejaban en unos cubos compartidos por varios bloques a la vuelta de la esquina. Al tirar la bolsa me pareció escuchar un extraño quejido, pensé que era algo enganchado en la tapa del cubo pero al cerrarse la tapa lo escuché claramente: era un aullido. No me asuste, seguía siendo aquella niña más curiosa que valiente. Me giré unos pasos para ver qué era y entonces lo vi, claro como tantas otras veces había visto aquella sombra en la escalera. Pero entonces sí me miro, un brillo extraño salía de sus ojos y de su mandíbula desencajada corría un reguero de sangre. Después de lo que había presenciado en aquel lugar, ni siquiera salí corriendo hacia casa, pero tengo que confesar que desde aquella noche, a veces me santiguo.




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Escritura Virulenta   2020

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