La niña de fuego
- Escritura Virulenta
- Apr 24, 2020
- 6 min read
Updated: Apr 29, 2020

Desde que nos conocimos todo indicaba que debíamos experimentar con el fuego, se llama Candela y es mi mejor amiga, la conocí cerca del 84, mucho antes de que tu nacieras. Nos conocimos a las afueras de la ciudad en un vertedero por el que yo solía refugiarme de vez en cuando. Ella tenía un bidón de gasolina en una mano y un mechero en la otra. El fuego frente a ella quería ser el protagonista de la escena, pero era imposible. La vi, quemando todos sus trabajos de ese día; como es costumbre en este tipo de trabajos, y como su tía Antonia siempre le decía: es mejor quemarlo todo hija, que no quede nada. Yo me acerque a ella con mi soledad de viento. Estuvimos sin decir nada un rato, no sé cuánto, pero me pareció mucho tiempo, porque mi cabeza nunca está en silencio. Nos veíamos a los ojos fijamente como animales que no saben calcular el bocado del otro. Era el principio del amanecer y eso hacía que el momento pareciera eterno y mágico. No sé si alguna vez has visto la aurora desde un vertedero con una desconocida, pero si algún día tienes la oportunidad deberías hacerlo.
Por sus ojos me parecía que no era de por aquí, pero siempre que le preguntaba me cambiaba el sitio o el tema, una vez me dijo que era de Filadelfia y chapurreaba las únicas tres palabras que se sabía en inglés, otras veces me decía: de donde somos todas las mujeres, del infierno y se reía estridentemente. No sé, me daba la sensación que esa pregunta la incomodaba o que tal vez realmente no lo supiera. Tal vez ella era de todos sitios; da igual, a la gente como nosotros no nos importa de dónde somos porque no pensamos volver y cuando no tienes un sitio al cual volver ¿realmente importa de dónde has venido?
Nosotros no tenemos una casa fija, no somos habitantes de Sevilla, por el contrario, Sevilla nos habita a nosotros. A veces siento que cada naranjo me reconoce, porque yo sé cómo huelen las calles antes y después del lipasam, a qué hora vacían los contenedores de cada barrio, en que chino te dan la fruta poco antes de que se les pase, pero que todavía esta buena. También se cómo dar una voltereta triple de una azotea a otra, eso me lo enseño mi primo Joaquín cuando éramos chiquititos. No, nosotros no habitamos lugares, no tenemos hogar tenemos fuego. Hace poco que estamos aquí. Todo esto que ves es prestado, la vida nos lo ha prestado. Ese escritorio azul nos lo encontramos por la plaza Pumarejo, la cama de matrimonio donación de las carmelitas, este brasero yo lo saqué de un contenedor de aquí al lado. Y la mayoría de las cosas con las que trabajamos las hemos comprado. O mangado de la tienda “Venenos para el alma”. Pero este tarot y la ouija son regalos de su tita Antonia. Y estas seis puertas que ves aquí clavadas a la pared son únicas, ayer mientras dormía se rompió esta, por eso la estoy arreglando. Este trastero es el único hogar que yo he conocido como tal.
Una vez entramos en casa de unos guiris desconocidos que nos habían convidado un par de litronas en la Alameda, con la papa que traían encima no se habían dado cuenta de nuestras pintas macabras. Ambos de chándal, a mí me falta uno los dientes incisivos, estos del medio, y por ahí me gusta fumar sin abrir la boca, ella tiene una pierna de madera y su risa aguardentosa. Su risa que hace volar a las criaturas de la noche que duermen en los árboles. Yo tengo la costumbre de revisar los buzones ajenos y esta vez no fue una excepción, primero era para ver si alguien de casualidad tenia aviso de desahucio, después fue por el gusto adquirido de resguardar secretos ajenos. En esté, había una postal, la foto era de un bar que llevaba por nombre la poesía, y solo tenía una frase “María: desde que te has ido la poesía es irrelevante, recuerdo del barrio de san Telmo, Buenos Aires 1984”. Candela y yo nos vimos a los ojos con cara de decepción por los versos de Luisito y nos gustó tanto la foto que nos dio igual que nunca llegara a las manos de María. Porque María que por DNI era Marie se merecía algo mejor. De ese momento en adelante yo y Candela nos conocimos mágicamente en buenos aires, en la poesía, tomando café con leche. Yo me acerque a ella mientras leía y nos fumamos un par de pitillos en los bancos que están afuera del bar. Follamos locamente toda la noche. Ella lo cuenta con tanta convicción que dudo entre si paso o no. Yo te he contado mi verdad porque me parece más bonita, pero si me preguntas oficialmente, nos conocimos en buenos aires y pobre de aquel que la contradiga.
Yo coleccionaba postales, cartas, recibos, cupones de descuento. Pero ella, ella es más extravagante y más artista. Ella tiene una obsesión por las puertas. Y tiene una manera peculiar de coleccionarlas. La primera vez que le prendimos fuego a una casa fue a la de Marie. El fuego no es tan peligroso como te dicen tus padres. Los guiris se habían ido para siempre. Y cuando pasábamos por ahí suspiraba profundamente y decía Buenos Aires. Así empezó todo. A Candela siempre le gustaba iniciar la movida de manera ordenada. Lo primero es conseguir un ejército zombi que quiera tomar prestada el alma de la casa deshabitada. Todos caminábamos detrás de ella, unos con carritos del súper y otros con navajas, machetes, pistolas, pero todos con una sonrisa. Nosotros los desposeídos. No hay mejor sensación en el mundo que formar parte de una pandilla de vagabundos, paseando por las calles a las dos de la mañana. Tomando lo que nos pertenece. En realidad, la candela y yo no somos mucho de andar en manada, somos solitarios, pero para robar, matar o prenderle fuego al estado nos pintamos solos. Antes de entrar les pedimos a todos que nos entreguen sus mecheros se los daremos a la hora de la salida. Entramos por las ventanas o por el tejado depende de las condiciones en la que se encuentre la vivienda, una vez dentro es un sin dios, platos rotos, delincuentes corriendo y gritando, algunos lloraban de felicidad. Destrozaban las paredes, se ponían la ropa vieja, y robaban vestidos para sus madres. Los muebles eran como de abuela y por placer los rompían con los dientes, mientras yo me encargaba de desmantelar la puerta y subirla en un furgón prestado. Candela no hacía nada de esas cosas, ella es más elegante. Les deja destruir la casa con una tranquilidad abrumadora, luego les pide a todos que se vayan. Yo la miro, y ella va dejando una vela negra encendida en cada habitación. Además de ser voyerista también soy rescatista porque muchas veces ella no se quiere salir, dos veces ya se me ha chamuscado. Yo me quedo ahí viéndola jugar con el fuego y le canto, le canto a mi niña quedito “la niña de fuego te llama la gente y te están dejando que mueras de sed”.
Candela tiene fuego, magia negra y sangre en las manos. Ella sabe lo que dice el viento a las cuatro de la mañana. El viento le habla metiéndose por las ventanas rotas, recorre las sabanas tiradas por el suelo, los muebles roídos, y con todo el arte empieza a tirar las velas una a una. Es su cómplice. La casa arde poco a poco, y ella baila escuchando el crepitar de las paredes y mi voz. En momentos así lo único que puedes hacer es bailar, bailar el llanto, la risa, el enojo, bailar todas las cosas que no hiciste, no dijiste y no supiste manejar. Bailar para no pensar porque ni cómo. Bailar y ya. Ella baila y da vueltas, muchas vueltas hasta que su cuerpo y su corazón no pueden más. Se derrumba en llanto y de rodillas. El ritual está completo, y mientras salimos de la casa ella apoyada en mí, recita en bucle el único verso de Quevedo que le gusta y que se sabe de memoria “yo vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos”. Teníamos que salir de la casa pitando, atravesar el marco de la puerta rápido. Al robarte una cosa así nunca sabes que puede pasar, y es mejor no quedarse mucho tiempo. Averiguarlo una vez en casa y con todos los utensilios adecuados para contactar demonios.
Ya en casa ella la ve durante horas, le habla, la acaricia, le cambia la cerradura, y siempre lleva con ella la llave. Con todas ha hecho lo mismo, pero a esta le tenía especial cariño. Yo no sé para qué si nomas están colgadas. Para que nadie más pueda entrar, para que sean solo mías dice. Constantemente las cambia de lugar y las pinta con dibujos que no entiendo. Ayer por la noche me pidió dejarla a solas con sus puertas, y como esto es muy chico, me tapo los ojos con un trapo, me fumé un chino y me dormí debajo de la cama. Mientras yo dormía ella les hablaba, les cantaba, les bailaba, pero sobre todo les pedía como cada noche que la lleven a donde haya poesía. Hoy la han escuchado. Ella se marchó por esa puerta.
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