La mirada al otro lado de la puerta
- Escritura Virulenta
- Apr 24, 2020
- 4 min read
Updated: May 10, 2020

Cuando abro cualquier puerta veo la mirada clavada. Tengo la llave en la mano y no soy capaz de levantar el codo, maniobrar con la muñeca y penetrar la cerradura por que sé que estás ahí, observando con voracidad y con la violencia del detalle cada uno de mis movimientos.
"¿Ven lo que tengo aquí?" decías señalando un único fósforo. "¿Qué pasa si lo tomo desde las puntas con fuerza?"
Nosotros, los seis que rodeaban la mesa, repetíamos en un coro desganado por la falta de sorpresa "Se parte al medio".
Luego agarrabas ocho fósforos, el número que nombraba la cantidad de miembros de mi familia, y amontonándolos decías, "¿y si junto estos ocho y los quiero partir al medio todos juntos, qué sucede?" a lo que replicábamos "no se rompe ninguno".
Entonces, ¿cuál es la moraleja?
"Que juntos somos más fuertes".
Eso era lo más importante. Mantenernos unidos.
Pero ¿Quién era yo por sí sola? ¿Quién era yo entre ocho personas abarrotadas y sin individualidad?
Con el paso del tiempo, entendí que tus intenciones eran buenas pero que conllevaban un miedo a la soledad tremendo. Quién sabe con qué llave en la mano.
Entendí que no supe de mí misma hasta que a los veintitrés años tuve mi propia habitación, lejos de mis hermanos y mis padres. Entendí que aunque en soledad y a la distancia pudiera saborear el silencio, del otro lado de la puerta estaba tu mirada implacable, la mirada que nos erguía la columna instantáneamente durante el almuerzo, la mirada que proyectaba en nosotros tu desconocimiento de vos misma. Una mirada que estaba llena de imperativos, de ira y de tristeza. Solo ahora la compadezco, pero aún habiendo encontrado la llave para abrazarla la sigo padeciendo. Temo encontrarla en otras miradas, que suelen abrirse a mí con amor e imperfección. Me gustaría derribar la puerta, ablandarte el ceño y sacarte unas cuantas lágrimas. Llevarte al momento en que no pudiste con tu soledad y empezaste a parir hijas sin parar, proyectando en vidas ajenas tus ganas de salir al mundo.
"Qué dulzura más triste" escuché decir hace unos días. Tengo la llave que nos podría alivianar la carga y he decidido abrirla. Hablé con una amiga y en chiste le dije "Algunos miedos está bien quedárselos" pero me miró seria, se tapó la mano con la cara y me replicó decepcionada "no cambias más". No le hizo gracia y a mí tampoco, porque corté el teléfono y di vuelta la página, abrí una ventana, corrió un viento suave con olorcito a tierra y la corriente abriendo y cerrando puertas me mostró que no hay nada que pueda cristalizarse, por no decir que todo se está moviendo todo el tiempo en micro movimientos, cómo es el de los huesos, y que la llave que a veces no quiero encontrar no existe porque la puerta siempre estuvo abierta, y ahora por primera vez la entiendo y la extraño.
Pese a que con ingenuidad siga temiendo ser sólo un fósforo, sé que cuando brille, ¡ay! cuando brille con mi propia luz, mamá, vas a sonreír y va a ser maravilloso.
Sentada en el jardín que nos armaste, entre un tobogán, una pileta de lona, un subibaja hecho con un pedazo de madera, algunas hamacas, una calecita, me imagino que las rejas se elevan y amurallan nuestra casa. También en mi cama marinera imagino que los bordes amurallan mi lugar en el mundo, recreado en soledad dentro de la sábanas. Siempre que me recuerdo está tu mirada, amurallándolo todo. Llamándonos a comer al golpe de la cacerola con la cuchara, construyendo una panchería casera para mi cumpleaños. Tu mirada forrando cuadernos de colegio a las doce de la noche, tu mirada haciendo la misma tarta de siempre, cantando folklore conmigo, tu mirada que no pedía perdón y que tenía humor cambiante y que también tenía una risa que cuando disparaba era la última en apagarse. Los chistes de mierda que nos contabas y las frases de tu abuelo. Los días de campamento en la montaña. Los barriletes caseros, las tortafritas y los mates a las siete de la mañana, tu momento introspectivo del día.
"Un día voy a hacer las valijas y me voy a ir para siempre". Creo que nunca te lo permitiste pero podrías haberlo hecho, mamá. Creo no conocerte si no es por tus acciones como madre. Pero no sé nada de vos. Y vos, con tantos hijos, ¿cómo podrías saberlo? Cuando te escuché era muy pequeña y pensé qué podría hacer yo si desaparecías, y a partir de ahí se interpuso una puerta imaginaria, y abrí la palma de mis manos que estaban hechas un puño de nervios y encontré una llave. Decidí juzgarte y cerrarte de un portazo hasta hoy, habiéndome ido yo para siempre, con las valijas abajo de mi cama que me recuerdan que salir del nido y la patria son un sueño hecho realidad, venga de donde venga.
Un día me ves llorando y consolándome decís lo más sabio y contradictorio que escuché en toda mi vida: "¿Ves las montañas? Están ahí hace miles y miles de años. No se van a ningún lado. Anda, hace lo que tengas ganas de hacer y cuando vuelvas, te van a estar esperando".
Mamá, nos pienso tomadas de la mano, pasando por una tienda de niños. Yo te digo "cuando sea grande voy a comprar ese cochecito" y vos me sonreís y me decís "dale, cuando seas grande venimos a buscarlo".
Unos años después quedas huérfana. Fumamos un puchito juntas, después del velatorio de tu papá, encerradas en el auto, sacando la cabeza por la ventana. Te reconozco mujer, meciéndonos juntas en un nuevo cochecito.
Mamá, este dolor es nuestra tregua. Este dolor me une y me fusiona de nuevo en tu vientre, un limbo que ruge que me vaya, que ya no me pertenece. Una rosa que explota. Dejarse ir no es dejar de amar. El corazón late, hemos tirado la puerta abajo, corre el viento levantando el estancamiento y la triste pereza de nuestro vínculo que revive en una montaña regalándome la ilusión de que te vuelvas eterna. Ahora siento una calma y un amor inmenso, y siento flotar panza arriba, escuchando la música del océano que nos separa. Ya sin la puerta sólo queda tu eco. El silencio no lo calla todo.
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