La cuchara bastarda
- Escritura Virulenta
- Apr 18, 2020
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Estaba escuchando a club del río y no sé porque de repente se puso tu canción, “tu canción”, una de las tantas canciones que me mandaste un día que te sentías muy enamorada, te gustaba cantarme la parte que dice “parece que cuando bailas llueven miles de cometas” la cantabas y me sonrías, no puedo no pensarte siempre que la escucho, incluso me he masturbado frente a ti escuchando esta canción, frente a ti he hecho muchas cosas, es raro que se haya puesto porque no es una canción que escuche últimamente, desde hace ya varios meses no me masturbo frente a ti ni escucho esta canción, sin sentido algorítmico. Nuestra relación nació como un bastardo, en la oscuridad, como todas las cosas que son divertidas y que nos gustan; quizás esta canción sea la única cosa cursi que teníamos, eso y tu forma de vestir con esa pureza femenina, nadie sabe que dentro de esos ojos de niña se encuentran los deseos de convertir el dolor en placer, de encrudecer el sexo y conectarlo al corte de una cuchilla, o más bien de clips de metal que encuentras por la calle.
Todo en ti es un poco inesperado. Tengo la imagen de entrar a tu habitación y ver mi cuchara, la enmarcaste. Es una cuchara común no es nada especial, tiene un mango de plástico negro y es un poco más pesada de lo normal por eso me gustaba, me la pediste y te la di después de lamerla mucho, me pediste lamerla porque así tendrías mi saliva que tanto te gusta. La pegaste con celo a la pared y la rodeaste con el marco de un cuadro que rompiste accidentalmente un día después de que yo te la diera. Solía llevarla en el bolso por cualquier emergencia, uno nunca sabe para qué le puede servir una cuchara me dijiste tú y recitaste un poema sobre todos los usos que puede tener una cuchara. Ese día fuimos al parque; es un parque horrible con el césped de plástico en medio de dos estacionamientos del polideportivo de Sevilla Este. Tiene dos columpios, un árbol y poco más; eran como las diez de la noche. No podíamos vernos a la luz del día porque somos bastardas. Entonces nos tumbamos en el césped de goma ese, de ladito con las caras encontradas. Me dijiste todas las cosas que te gustaban de mí mientras me dabas pellizcos en los brazos y las piernas y yo hacía como que no me dolían. Me levanté, fui corriendo al árbol, saqué la cuchara y te amenacé. Tú viniste tras de mí y te subiste en mi espalda, yo me caí cerca de un arbusto, jugamos y te conseguí vencer; te vencí lamiéndote la cara y cogiéndote de los brazos hasta ponerlos bajo mis piernas, y entonces te dije, con el utensilio en mano, cierra los ojos y abre la boca, y tú hiciste caso porque te vencí. Y te metí una cucharada de tierra dentro. Y aunque escupiste la mayoría, tragaste la tierra que escogí para ti y que después sentiría en tu boca esa noche. Pasaron quince minutos y me sometiste, tuve que lamer la cuchara y encima mío proclamaste: ¡Escupir es un acto de dulzura! Y dejaste caer tu saliva dentro de mi boca.
El único día que fui a tu casa comimos el puchero que te había dejado tu madre. Hoy comí puchero con una cuchara que no se parece nada a la que te di, a la que perdí, ¿la sigues teniendo? Me la imagino en la pared, en desuso y sin ninguna razón para existir, como nuestro deseo. Me la imagino durmiendo debajo de tu almohada, pensabas que alguien podía quitártela por la noche, me la imagino agarrándose a tus manos, cuidándote de los demonios que habitan tu casa cuando te levantas sin abrir los ojos. Y como nunca dormimos juntas, nunca tuve el placer de estar en tu no presencia, la única vez que casi tomamos siesta no dejabas de arrimar tu cuerpo al mío, se te erizaba la piel, y a mí se me hacía agua la boca. Estuvimos una hora así. Más o menos. Ese día me metiste a tu casa a escondidas. Estábamos constantemente jugando al escondite con la vida, cuidándonos de que no nos alcanzara.
Nos escribimos mensajes varias veces mientras nos masturbábamos, cada una en su casa. Querías esconder tus pulsiones sexuales tanto como pudieras, tener tu coño lo más lejos posible de mí, ¿cómo vibraba tu cuerpo cuando pensabas en mí? ¿resbalaban tus dedos dentro tuyo? Tenías miedo de que al tocarnos se desembocara una adicción, tenías una obsesión por comerme la boca y siempre te entraban ganas de follar en sitios públicos. Eso no podía ser. Suponía para ti una mala praxis de tu sexualidad porque la monogamia te tenía sujeta del cuello, y la heteronorma te cerraba las piernas para que no me las abrieras. Eso sí después de comer helado me escribías contándome como paseabas mi cuchara por todo tu cuerpo y como se sentía el metal, creías vívidamente que era mi lengua, la ensalivabas bien y así fluía mejor por tu piel, te asegurabas de estar lo suficientemente lubricada antes de penetrarte con el mango. Imaginabas que eran mis dedos y te corrías. LENTAMENTE. Con los espasmos de placer pertinentes eyaculabas en la cuchara como en mi boca y se llenaba de ti, en esa cucharada estaba todo el placer que yo te di sin siquiera tocarte.
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