top of page

Iblís y yo

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • Apr 25, 2020
  • 5 min read

Updated: Jul 12, 2020



Es un recorrido, no sé hacia adónde. Anoto frases, subrayo libros, todo gira en torno a la misma idea que viene a ser como observar por la mirilla los arcanos del rellano. Ni siquiera llego a acariciar el pomo, a dejar que el sonido metálico del cerrojo me tiente.

Todo gira entorno a una idea que todavía no sé perfilar. La estoy buscando, sé que voy a su encuentro, por eso me empapan las palabras que escurro en estas hojas. Son las palabras que recojo de mi consciente, a las que puedo dar forma, las que no son letales porque las palabras no dejan de ser la materialización del simbolismo. El peligro reside en lo que contienen: el significado inalcanzable del tiempo perdido, la oscuridad amigable de la locura de Erasmo, el mecerse en la convicción de la soledad.

Es todavía pronto, todavía no sé definir la idea de lo que las entrañas esconden, repito: apenas llego a asomarme a la mirilla. Mis pestañas recogen su polvo. Al otro lado, en el espacio que habita la luz de la claraboya, una niña escrutina sus rodillas. Veo su nuca, su lunar que da inicio a un remolino de bello negro, que trepa hasta perderse en la maleza. Escucho su respiración y cómo la saliva chapotea en su ensimismamiento. Todo está oscuro a su alrededor, como si las paredes del rellano no estuvieran. Masca su inocencia en la ardua labor de reconocer la prueba física de la aventura vivida. Calma. Su labio bajo no hace fuerza, cae, es campo abierto a la gota de saliva que asoma atraída por la luz. La niña no se da cuenta de esta fuga de tan concentrada que está en su tarea. Hay moscas que revolotean en silencio, nada altera la complicidad que la claraboya cede entre la luz y la niña. Ni siquiera una canción infantil. Sus uñas cortadas a ras de piel testan el tiempo de maduración de las costras, se deja tentar por ellas, les ayuda en su caída desprotegiendo la todavía sensible piel rosada.

El tiempo es cándido y siempre se dilata en estas labores porque goza con la brusquedad póstuma. Cronos, como a cualquier orden establecido, le gusta mantener una normativa. Mi tiempo, que vive desde el temor, es distinto al de ella y sé que apenas han pasado unos minutos cuando se empiezan a escuchar unos pasos.

Las pisadas hacen temblar todo el edificio en su subida, son tan potentes que el mismo sonido es capaz de crear su imagen, describirlas solo servirá para retenerlas en su ascenso, tejer palabras de hierro que contengan su llegada: dos zapatos de cuero negro hacen tambalear mis cimientos, punta plana, cuadrangular, cubiertos por un pantalón gris obtuso que raspa la goma dura del calzado; el juego de luz y sombras deja apreciar las pinzas bien marcadas. Más arriba de esos zapatos, siguiendo la rectiliniedad de la decencia, hay una mano. Esa mano va a tocar la cabeza de la niña, va a tocar el pelo sedoso y grueso, pero no va a llegar a descubrir el huracán que esconde el punto de la interrogación; porque las manos de las pisadas en lugares oscuros no ven, porque las manos que llevan anillos de oro decentes no ven.

Pero va a manchar la frente.

Mi respiración, mi respiración late, ensangrienta mis oídos. La niña sigue rascándose las rodillas, ajena al diablo que sube.

Me repito que Iblís no es el creador del mal en el mundo, simplemente es un amante herido. Sabe que su amor es el más elevado, el más puro. Amparado por esta convicción susurra tentaciones en los corazones humanos, enseña a su amante, padre y hermano sus defectos mostrándole la debilidad moral y el ego exacerbado de sus creaciones. Cada uno de ellos horneado con el cariño y orgullo extremo del padre, a su imagen y semejanza. Primer pecado: no reconocerse en sus errores. Como diría Kundera: Dios también caga.

Sacudo las pestañas. No hay niña en el rellano, ni mano, ni oscuridad.

¿Cómo sería el humano de no ser por Iblís? Una población cándida, templada, serena, que no hubiera llegado a estos niveles reproductivos, que no hubiera desarrollado la ciencia, las religiones, los bailes, los ritos, ni siquiera le hubiera prestado atención al fuego. Las pasiones y las ambiciones van ligadas. La luz existe gracias a las sombras.

Desapareció la niña, se acabó la infancia, y yo me encuentro todavía escrutando al otro lado de la puerta, incapaz de abrirla. Ahí fuera se extiende ahora un paraje alpino donde un cervatillo me mira mientras masca hierba. Preludios, jacaranda, mirlos, la panacea de la perfección del mundo al que pertenece la mano del anillo de oro que ascendía las escaleras. El mal consiguiendo ser bien, la mentira jactándose de su putrefacción. El mundo adulto representado en un paraje alpino ubicado en el viejo continente que diseñó un lugar llamado Suiza donde pretender ser lo que no se es: el cuarto sucio, la alfombra que esconde la mierda de la habitación, el vertedero de la metrópolis mundial. El putiferio donde todos son putos y clientes al mismo tiempo. Donde la vida se tasa en contenido y nos embauca a todos en este sinsentido. La nausea sacude mi espíritu. Repudio toda interacción. Me alejo, retrocedo el pasillo, el camino de vuelta a la infancia. Entiendo los entresijos de mi nimiedad y me niego a reconocer la bondad del creador.

Hago un repaso mental de las ideas que he ido rescatando, están alborotadas pero todas esas brasas crepitando componen una melodía. Minúscula todavía, todavía y siempre.

En el corredor de los vasos conectantes de la entrada y la salida de mi vida hago un alto. Me repito que estoy en el camino, que no hay forma de no estarlo, estar viva es transitarlo. O no. Transitarlo no es suficiente, hay que revolcarse en él cuando llueve, con la escarcha de la mañana y todavía más cuando la tierra es yerma. Hay que cavarla con garras, morderla, desollarla hasta el mismo centro que emana el agua. Ser pobre es negar la ambición del creador y sufragar con su hijo, porque el camino es un concepto demasiado definido para condensar la vida.

Alguien dirá que podemos articular de forma magistral las palabras para que expliquen un sentimiento, pero yo aspiro al arte y el arte no es eso. El arte debe generar el sentimiento, ser el viento que abra la puerta. ¡Y hálleme yo aquí teorizando sobre arte por no saber crearlo! Atrapada en la rectilineidad de la decencia que es este pasillo de mi casa, siendo un cauce partimentado entre moralidades y vergüenzas, cuando el pensamiento debería fluir a borbotones, raudo, violento; evocar imágenes que impacten, que partan el alma contenida en el cuerpo y expandan el espíritu. Darle rienda suelta a Iblís, a los Onirios, a Eros, a Safo, a Dante, al Bosco, a Goya, a Chagal, a Varo, a Carrington, a Abramović, a Hrabal, a Greenaway, a Kar Wai… Dejar de tener cuerpo, el desvarío, el orgasmo, la angustia, la violencia, la bondad, la más sublime de las vulnerabilidades, de la alegría, de la tristeza. El vacío.

El vacío, la narración debe aspirar a él.

Lato, siento el frío del pomo, el crujir de mis huesos que se quiebran, la luz me quema, no doy el paso definitivo todavía, pero ¡qué violento y fresco es este aire!

Comments


Escritura Virulenta   2020

bottom of page