Final
- Escritura Virulenta
- Apr 4, 2020
- 3 min read
Noticia de la mañana: un asteroide pasará a 6000 kilómetros de la tierra el 29 de abril.

Normalmente habría olvidado el titular en 3 minutos. Pero las circunstancias de pandemia y Apocalipsis que vivimos han hecho que no me lo quite de la cabeza y piense que por una o por otra nos vamos a la mierda. ¿Qué tal si fuera así de verdad? ¿Si supiéramos que el 29 de abril se acaba el mundo? Que venga un meteorito del tamaño de Wisconsin y mande a la mierda el planeta.
Entonces me saltaría la cuarentena y saldría con los niños a correr por el parque, aunque nos tiraran macetas. Lamería todas las superficies, especialmente las frutas y verduras.
Me gustaría estar escuchando música. Cuánto la echo de menos. La adultez me ha robado la música, sin apenas tiempo para buscar ni para tener ganas de escuchar lo que ya conozco, sin ir a conciertos, solo deseando el silencio. Sería Space Odity la canción que pondría en bucle mientras espero ver la sombra incandescente. Cantar a toda ostia “this is ground control to major Tom”, sentada en la terraza, con mis niños uno a cada lado mientras veo una inmensidad ígnea cambiando el cielo de color y tostándonos como huevos fritos… el fin perfecto. David ya conoce el otro lado y la muerte no tiene tanto misterio para él como para nosotros. Y sin él en este planeta, tampoco es tan malo morir. Morir pensando en mi madre, mi hermana, Nico, Edu y mis años de París. Quizás fueron los únicos en los que la ilusión de ser libre se manifestó con más cercanía a la realidad. Utopía capitalista de vivir sola en una ciudad grande, con mil posibilidades para quien tiene dinero y para una madrileña desfilando delante de los ojos y deseando, deseando, deseando la ilusión que nunca se materializará. La quimera de poder hacer lo que quieres, como si eso fuera posible en algún mundo para la raza humana, entrar, salir, a la hora que quieres, follar con quien quieres, no tener responsabilidad con nadie pero que a la vez nadie te busque. Pues con esos años de ilusión desenfrenada en la cabeza y mis dos retoños absolutamente dependientes de mi piel, me podría morir. La cuerda estirada hacia dos lados opuestos que acaba por romperse.
La escena se jode enseguida porque si estoy en la casa donde habito con los niños… forzosamente tiene que estar su padre. Esa presencia que es la espada de Damocles de mis días.

Creo entonces que ese día secuestraría a los niños. Me los llevaría al campo, que es lo segundo que más voy a echar de menos de la vida, la existencia silenciosa y sin juicios de los animales y las plantas y las montañas y las rocas. Allí me los llevaría, en el coche y sin el cinturón de seguridad, para que supieran por una vez cómo se hacían las cosas en los 70. Y subiríamos al monte, arriba, arriba, todo lo que aguantáramos. Ojalá llegásemos muy lejos, donde se vea el valle y las rocas están peladas, casi en el lugar donde esparcimos las cenizas de Encarna. Me llevaría un bocadillo de chorizo, porque mi familia es de Burgos y me gustan las cosas sencillas. Nos pondríamos en pelotas a bailar entre lobos y buitres, como enajenados mentales o niños cansados, haríamos fuego, uno enorme. Me llevaría un cassette, como hacía con Olga y Nuria cuando tenía 16 años y nos comíamos tripis en la sierra, solas y sin tienda de campaña, pondría David Bowie a toda ostia y esperaríamos el final.
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