Este es mi diario de mierda
- Escritura Virulenta
- Oct 16, 2020
- 6 min read
Updated: Feb 7, 2021

He buscado este momento en soledad, he tratado de despejar los estímulos que sostienen mi relación con el exterior. Aún no sé si estar sola es deriva o es decisión. Quiero tapiar las ventanas de mi cabeza porque el mundo me parece, por primera vez en su conjunto, un lugar hostil. Hago malabarismos con la información que maneja mi cerebro. Mientras bailan las pelotas entre mis manos, la reacción es de alarma. Si me rindo y consigo quedarme en la mano solo una, la pelota buena, la reacción será de euforia.
Mi cuñada ha perdido a uno de sus seres más queridos después de que este visitara un hospital de Sao Pablo y se contagiara del covid. Es un oxímoron en sí mismo ir a cuidarse a un hospital y pillar un virus mortal. Como si hubiera ido a buscarlo, como si ser nosotros mismos y tener una rutina vital se hubiera convertido en un acto torpe y letal. Mi cuñada no quiere hablar conmigo, está muy afectada. Mi hermano tampoco me coge el teléfono.
Una amiga hace cuarentena de 15 días en un hotel alejado del núcleo financiero de China, encerrada en una habitación recibe comida en bolsas de plástico. Va a pasar 360 horas en un mismo espacio, sin ver a nadie, sin que nadie la vea.
Mi madre me ha indicado dónde están los papeles del seguro por si le pasa algo para que no tengamos que pagar la hipoteca de su oficina. Me ha explicado también por qué ha reducido la ayuda trimestral que me pasaba, su fuente de ingresos de alquiler ha cesado porque ya nadie paga por un espacio en el que estar y otros no pueden ya si quiera pagarlo.
Estos días decidí acompañarme de amigos y luego ver a mis padres. Lo afable y lo abundante es un castigo de conciencia. Vi a más de dos personas por día y me sentí mal después, como si hubiera actuado cual peonza de boca en boca y recalado después, ignorante y contagiada, en el hogar de mis padres.
Por eso ahora mismo la vida acompañada me parece un riesgo que no debo correr si lo que quiero es tener, justamente, una vida acompañada. La prueba de fuego que me mantendrá a flote es sabes estar sola, conmigo misma, con mi unicidad. Sin embargo, vivo rodeada de unos cuantos fantasmas. Estos son.
El señorito móvil. Es mi ventana al mundo por lo que me dirijo a él tanto como abro los ojos. Un día feo, como hoy, no dejo que pasen minutos sin llamar a su puerta para confirmar que hay alguien hay, que no hay nadie. Lo dejo a mi lado a ver si late con su luz, si el mundo me habla. Chillón y mudo, mentiroso y narcótico, por él pasan todos los movimientos. La posibilidad de encontrarme y de que me encuentren se conjuga en sus entrañas dialécticas y simples. Escribo la clave de apertura al mundo afectivo más de veinte veces al día, miro el rastro de interacciones como quien mira el álbum de fotos de la boda para recordar los seres queridos que estaban presentes. Por él pasa todo y todo en él a veces es histérico, asfixiante, sediento y teatral. En su pantalla se escribe el guion del día: poético o amable, desfigurado o anárquico. La disponibilidad psicomóvil es un estado de ánimo always on, un servicio de asistencia técnica para apegos ansiosos. No contestar se ha convertido en un acto budista militar o en el síntoma de un cuerpo incapaz de pixelarse en caracteres y emoticonos una y otra vez. Ahora bien, el señorito móvil me da la mano como nadie me la ha dado nunca, totalmente fusionada a la mía. Hay noches en las que me duermo con él y sin darme cuenta estoy haciendo la ansiada cucharita con su forma cuadrada, dura y fría.
La señorita ropa. Tiene 150 mudas de serpientes abandonadas en mi casa. Cientos de posibles palomas están sueltas en sofás, sillas y camas, apretadas en varios armarios, como posibilidades arrugadas de una apariencia fotográfica. Los pantalones, las camisetas, las bragas y nuevas incorporaciones para un cuerpo que a los 35 años se ve pletórico pero a punto de caer del árbol. Los zapatos acumulados en la entrada como soldados listos para batallar o recién llegados de un paseo de presidiario en horas libres. A veces me pregunto cuánto suma toda esa tela, en peso, en volumen, en ideas incluso, en fantasías. En esta época, nunca he pasado tanto tiempo descalza.
El abuelo curro. Más viejo que las pesetas, todos los días se conjuga en fábrica, en gloria y hastío, en la máquina que pone en marcha la impostura y la virtud. Me da la vida y me la quita, me ordena las horas aunque a veces éstas se desfiguran en cinco minutitos más de sueño, en el libertinaje de una siesta a deshora. Me siento ante la pantalla aún con el sueño a flor de piel y empiezo a producir tareas y así se pasan las horas, empujando y maquillando libros para que acaben en manos desconocidas, a lo mejor gente hermosa, a lo mejor cretinos.
La hermana soledad, ese silencio constante en el que habitan sin censura el pedo autónomo, la masturbación anárquica y el pijama perenne. Acabo por adoptar posturas inverosímiles, miradas en pausa eterna a la pared. Estoy haciendo algo en el despacho y de pronto aparezco en la habitación y sé que me he levantado porque sí y estoy ahí porque sí. Vuelvo al despacho y mi cerebro computa ese paseo como algo incorrecto. Las tareas de la casa me atraviesan en momentos inverosímiles del día porque de pronto siento la necesidad de habitar un espacio amable. El desorden de las cosas hace que la casa sea tonta y inútil, que yo sea tonta e inútil. Desordenar la casa de a poco es soltar la cuerda de la corrección, como trabarse al hablar y continuar sin corregirse, da igual que no me entiendan, da igual que el plato sucio esté a los pies de cama.
La tía comida. Me encantaría que fuera regular, pero no lo es. Me nutro según mi humor, los alimentos están ahí presentes, esperando a que haga lo correcto: los coja, los mezcle, los caliente y los engulla a la hora correcta del día. Pero sin duda sólo sé rendirle culto al desayuno, todo lo demás es un pulso entre la sanidad y el abandono.
El perro tareas. Un lobo hermoso que quiere esculpirme gritándome todo lo debo hacer a lo largo del día. Siempre, desde que terminé el colegio con sus horarios de cajones y materias y tuve que organizarme yo sola el tiempo, imagino para mi jornada una lista de quehaceres marcados en cuadrados por puntos y por horas. Y jamás, jamás, jamás, jamás he cumplido más que un punto. No doy terminada una tarea sino cierro los ojos a mi demanda. Mi exigencia significa exactamente abandono. Cuando me imagino haciendo una tarea lo que le sigue automáticamente es no hacerla. Y no aprendo que no debo pedirme cosas, que soy suficientemente generosa con mi vida en la anarquía. Mis vicios más arraigados surgen de querer abandonarlos. En el ayuno me atiborro, en la austeridad me intoxico, en la verdad me engaño y en la concentración me disperso. Soy mi mejor versión cuando me olvido, soy auténtica cuando no hay mandato extraordinario. Mi espalda se carga de sobrecargas de ideas. Quiero soltar un brazo, bajar el hombro, el otro hombro, relajar la mandíbula, soltar la tripa y tirar la lista.
La madre tabaco. Ese pezón de humo al que me pego y por el que suspiro carbones de fantasmas. Fumar es un drama porque no sirve para nada y es muy feo, por qué nos abocamos a él como compañero, no lo entiendo, qué hace este piti tan feo entre mis dedos. En qué momento lo puse ahí y por qué no sé quitarlo. Fumo por ese no saber dejar el aire tranquilo a partir de las 7 de la tarde. Incienso de preocupaciones, sauna de inquietudes. Pupupupu. Si dejara el cigarrillo seguro que sería menos intensita.
Y por último: los ruidos, los jinetes ruidos. Corren caballos. Un golpe es un toque ansioso al hombro, afino el oído para reconocer cuál es el golpe y sé que lo que quiero es recordarlo.
Fin del diario de mierda de hoy.
Comments