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Decir tonterías

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • Jun 5, 2020
  • 4 min read


Me gustaría escribir un texto político. Me siento idiota por no hacerlo. He superado ya la dosis de impacto estético, de considerar el arte toda cura. No me he dado cuenta de que Pablo Iglesias es igual que Santiago Abascal. Así lo ha dicho mi nueva musa y yo le creo. Lo ha dicho y ha cobrado todo el sentido. Después de ver la entrevista que le hacían me he anclado a su discurso y quiero que me cale hasta la última neurona y hasta la última palabra de mi lenguaje. La he visto tres veces. No hay nada que me atraiga más que alguien que sepa del mundo en el que vive. Alguien que vea 100% la contradicción capitalista y se ría en la cara del que no sepa distinguir entre el poder y la opresión. Alguien que piense, joder. Que sea ideología. Un cuerpo político. Este concepto está manido, pero lo entiendo, lo escribo.

Me he terminado de hacer la limpieza diaria de mi rostro con la que me anzuelo a la juventud, esa neurosis que tengo que se alivia cuando compruebo que mi musa llevaba rímel en la entrevista. Voy comprobando cuánto de mujer manifiestan aquellas que han renunciado a la feminidad romantizada. ¿Os pasa eso también?

Una vez le dije que me había leído su libro y era mentira, había leído 50 páginas y visto 15 entrevistas. Quería verla, que me viera. Me dio las gracias y se fue a la otra punta del garito a seguir siendo la revolución. Estoy segura que vio la mentira en mis ojos y se alegró de separarse. Admiro su fantasma, la tela blanca de fama que la recubre. Quiero levantar la sábana y meterme dentro con ella. Quiero leer su decálogo de vida.

Me gustaría escribir un texto político porque no sé si soy buena persona o mala. Si soy generosa o egoísta. Sé que hay algo dentro de mí por lo que no debo disculparme. Querría volverlo una palabra y ponérmela en la frente. Saqué dinero para pagar al frutero y a mi amiga que me depila en casa, y olvidé la mascarilla. Salí a la calle en mitad de una pandemia sin protección. La verdad, no me importó. Manejo una certeza de que no puedo hacerle mal a nadie y que nadie me puede hacer mal a mí. No sé lo que es el mal. Me han robado y me han perseguido, me han estafado y ridiculizado, me han ignorado y me han utilizado. Todo esto en la escala de una serie facilona de televisión americana. No sé lo que es el mal mayúsculo, el de la vida arrebatada, el golpe ensañado, el abuso poderoso. Cómo no voy a ser políticamente correcta. Mi corrección es tan correcta que se vuelve apolítica. Mi voto no puede valer, yo os lo digo. Manoseo los programas políticos como catálogos de primevera/verano. Qué sé yo de lo que hace bien. Resulta que Pablo Iglesias y Abascal son lo mismo.


Qué me decís de la pantalla en negro del martes. Estuve bastantes horas pensando qué hacer. Me fijaba en quién la subía. Había absolutos referentes morales para mí apareciendo en el scroll, llenándome la cabeza de culpa y de rechazo. Desde cuándo te importan tanto a ti los negros, deja de condecorarte con un post porque llega el calor de la batalla a tu app más visitada. Yo no quería subirlo, me daba vergüenza ese contagio moralista. Ese culo veo, culo enseño. Lo subí, porque sé muy bien convertirme en la persona que no quiero y recostar a mi ideal sobre la cama. Luego le vi cierto sentido al grito común, soy capaz de verlo. Sé que algo va a pasar y todos esos píxeles negros sumarán una conciencia. ¿Han contabilizado ya los hashtags? ¿Nos van a impactar con publicidad programática y nos venderán de nuevo las Nike de Jordan? Defenderemos el pelo afro, el culo latino, ¿se pondrán de moda las esposas? Perdonadme, me estoy pasando, confieso que quité el post a las dos horas. ¿Pero de verdad tienen que ser pantallas negras? ¿De verdad el grito es “las vidas negras importan”? No lo sé, estoy confundida. Claro que importan, pero ahora quizá importa más señalarnos con el dedo y confesar. Confieso que he pecado, que he robado y he perseguido, he estafado y ridiculizado, he ignorado y he utilizado. Confieso que me crié con una negra durante cuatro años y nunca me pregunté por qué vivía en el cuarto de la plancha. Confieso que una vez en la Patogonia le pagué cinco centavos a un indio pensando que su comida tenía menos valor que en la ciudad. Confieso que llamo gitano a mi amigo que se sale siempre con la suya. Confieso que no quiero que me llamen blanca. Blanca, limpia y casi aséptica, que me suelten en la selva y me aconsejen unas maras, que me vendan un cuchillo a cien mil euros y tenga que vender mi cuerpo a un empresario, que me arresten por cantar y las viejas que me escupan, que me quemen la casa y me cuelguen de un árbol, que me tiren piedras a la nuca. Sabré lo que es el mal, quizá ahí pueda santiguarme cada vez que vea a un negro, en Sevilla o en cualquier cuidad. Les santifico, no sé si se me está permitido después de tanta estupidez. Qué me decís vosotras, cómo lo veis.

1 comentário


ireneparedesbarbolla
24 de ago. de 2020

Yo te amo con la fuerza de los mares, Paloma.

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Escritura Virulenta   2020

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