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En la noche solo queda la melancolía y nosotras.

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • Apr 4, 2020
  • 4 min read

Updated: Apr 21, 2020

Tal vez para un ejercicio en gerundio transitado debería aprovechar este estado noctámbulo de melancolía. ¡Todos los poetas vivimos intentando exaltar el instante! El sublime y más dantesco suspiro. ¿Cómo pues dejar pasar esta pasión embriagadora sin siquiera intentar perfilarla en palabras?

Estoy encerrada en una casa de apenas 40m2 desde hace medio mes, no es nada y el espacio es adecuado para mí, no busco compasión. Sin embargo existe un sin embargo, y es que la angustia y el terciopelo bermellón del vino se han apoderado de mí. Por suerte, al cerrar los ojos consigo evadirme de este espacio de suelo de barro y trasladarme a una pista de baile donde cuerpos gorditos bailan cumbias a muy buen compás. Me contoneo siguiendo el mismo ritmo y de pronto llego a un instante jamás vivido sino extraído del capítulo de un libro que algún día edité, en esta escena un señor apura una botella de tequila en el jardín de su casa mientras los mariachis tocan la última canción. La casa que se alza detrás del solitario es de madera blanca igual que la noche estrellada desde la cual cae uno de los astros, veloz, al jardín desértico donde bebemos cerveza la comunidad artística, charlando distendidamente, bebiendo, mientras un señor mayor recoge nuestras latas que es su sustento. Me voy, me voy de México. Abro los ojos y de nuevo estoy en el piso del suelo de barro, frío al tacto, cálido a la vista. Suena un dueto de guitarras, tengo un novio de ojos verdes profundos que camina descalzo y toca la mandolina en una ciudad que llueve a cántaros. Yo soy una gota en su cabello enmarañado. Lo amo, lo amo con locura y esta pasión lo desborda. Todavía duele a veces al recordarlo.

Continúo, continúo mi viaje evadiéndome de este cuarto de luces anaranjadas. Me paso a una habitación amplia con piano, cruzo el pasillo y llego a escuchar aún los minaretes del Bósforo. ¿Los oyen? Ahí nos están llamando. La brisa eriza mis pechos, recorre mi cuerpo en la noche estambulita. Desdoblo el mapa de muchas noches como esta en aquella otra orilla de Mediterráneo, del mar blanco turco. Bailo desnuda, igual que en la noche fría de Edimburgo. En ambas noches me acompañan cómplices dignos de tal desesperación. No como hoy que solo yo me sostengo y ya ando bastante cansada de toda esta añoranza que mantengo por no decaer, por reconocerme algún mérito y concederme algo de misericordia en esta miseria.

Suena una canción en la que Drexler le habla a la soledad. Yo la conozco bien, esa señora elegante es mi amiga, solemos compartir buenos momentos, pero a veces me parece demasiado terca, muy insistente. Inaguantable.

Mi soledad es rectangular, ya no abarca la noche, es un mero cuarto, la reducción de la desesperanza. Discúlpenme, no me tomen por desconsiderada, sé que mi soledad cuadrada es un privilegio de clase. Déjenme escupirle a aquel que pensó que el ser humano se debía dividir en estratos cual papilas gustativas, a aquel malintencionado iblis que inventó semejante absurdo de la ambición, el esfuerzo, el mérito, la dignidad. Déjenme que baje a algún dios, le parta la cara y le pueda aclarar que mi puto privilegio de clase está cansado de sentirse menguado por unos y exaltado por otros porque bien sé que moriré tan sola, tan miserable y tan nadie como estas señoras y señores que cada día nos abandonan y, que al contrario de mí, se merecen una partida célebre, de las más multitudinarias, de las más alegres y solidarias, como si fueran hindús. Partir con la misma grandeza con la que la protagonista de Kamasutra, de Mira Nair, se va por ese camino polvoriento agradeciendo ese tiempo vivido con su amor recién asesinado.

En las últimas semanas me he convertido en un acordeón roto, malherido, mantengo una postura curvada en todo momento. ¿De qué sirve el mirar atrás?


Cri,cri, ¿oyen los grillos de Hrasno? Cri,cri, se oyen claritos. Mi cuarto mira a la ciudad desde una colina, como desde aquel en las antípodas, la noche húmeda de Sarajevo embriaga cualquier alma. Duša, alma. Nada, esperanza.



¡Oh, salvando las distancias, yo soy como Billie Holiday, ténganme compasión! ¡Yo también estoy a mitad camino de todo y ni siquiera rozo la genialidad para justificar mi desdicha! Yo, a mitad camino: no soy trabajadora ni creativa, ni culta ni simple, ni extenuantemente alegre ni suicida. Soy, simplemente, una chica bien. ¡Malditos poetas que exaltan el vértigo de la vida! ¿Qué pasa con los que ya hemos crecido?


¡Tantos amores relegados! Qué pena no haberme quedado con aquel bosnio que vivía en Thessaloniki, ¡qué bueno fue aun así ir de viaje con el loco de Enver! El gran artista pelirrojo grecoturco. ¡Qué clase tenía al designarse: greco-turco! Enfatizando la pronunciación en italiano, hablando en todos los idiomas en aquel viaje de 16 horas cruzando el Mediterráneo con todas las comunidades que lo habitan. ¡Qué gran apuesta!

Theo, Theo Angelopoulos, ¡maldito! Tu viaje de Ulises me raptó la retina y ahora solo veo un Sarajevo bombardeado de nuevo. Un Sarajevo en ruinas por donde corren los niños de mi madurez: el drugdealer que colaba a todos en la biblioteca devastada y a quien Gervasio Sánchez hizo famoso, el ratita, cariñosamente apodado por aquellos que perdieron a los pies de Trebević su corazón. Marijin Dvor y su psiquiátrico, la famosa avenida de los francotiradores donde capturé las siluetas de Mirza y Virginia este verano, el maravilloso Miljacka y su inagotabe fluir, sus puentes de hierro, sus ansias de vida. Shejla Kamerić decía el otro día que durante la guerra aprendió a ser feliz: había que valorar cada instante. Una pandemia es algo insignificante, en Sarajevo tienen 12 respiradores para combatirla y un 60% de fumadores.

Uno de abril, ya es primavera. Déjenme dormir.



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Escritura Virulenta   2020

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