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Confieso, padre, que he pecao

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • Jun 5, 2020
  • 6 min read

- Confieso, padre, que he pecao.

- ¡Otra más! Pero qué os pasa últimamente a todas que no dejáis de pecar.

- Qué les pasa a otras no sabría decirle, lo que me pasa a mí es que tengo un deseo que me sube por la entrepierna y hasta la lengua que no pueo controlar.

- Detalles, hija mía, sin detalles no puedo redimir el pecado.

- Verá usté, querido padre ilustre, lo que pasa aquí es que llevo 90 días encerrá con mi mario en casa y ya no aguanto más. Estaba tan jarta que empecé a buscarme pasatiempos y así fue como terminé viniendo a verle a usté, cada semana al principio, y cada día ahora.

- Hace bien, hermana, así evita el pecado de contrariar a su marido.

- ¡No me venga con milongas, que si eso fuera pecao el cielo estaría vacío!

El cura mira de soslayo a la mujer de labios rojos que habla detrás de la reja y debajo de de la mantilla.

- ¿No hace mucho calor para que lleve usted la mantilla aquí adentro?

- Musho caló, señor párroco, y musho más caló hace por este asunto que traigo yo a contarle.

- Bueno, pues quítese la mantilla y proceda.

Al deshacerse de la mantilla, Herminia deja ver sus opulentos pechos que podrían formar la vía láctea tal y como la representó Rubens. El sudor reposa en ellos.

- Verá usté, padre, resulta que desde que me aficioné yo a esto de la misa estoy descubriendo los misterios de la carne, no del alma. Yo vengo aquí, señor padre, por dios, no se asuste porque esto que le tengo que decir es mu serio y no quisiera que me tomara por una cualquiera, pero es que llevo musho meditando sobre ello y ha llegado un punto, ahora con la primavera y el caló infernal que puebla en esta ciudá, que no aguanto más.

- Comparto con usted el sufrimiento de los sofocos sevillanos, pero hija mía, ¿para atenuarlos no podría ir directamente al grano?

- ¡Ay, padre, que essigente es usté! ¡Qué forma tan directa tiene usté de hablar! ¡Y ese es el problema! A mí los calores me vienen de eso, de lo bien que habla usté; que se pone a despotricar sobre esto y lo otro, que si los de judea, que si los de Kansas Siti, que si esos que llegaron en mula o a caballo, tan bien plantao ahí en el altar, con su frente amplia, su pelo engominao y su túnica tan pulcra, que me tiemblan las piernas y me dan ganas de colarme en la capilla a desbaratarle tanta santidad.

- Me imaginaba.

- ¿Cómo que se lo imaginaba, lacayo?

- Bueno, desde que empezó esto de la pandemia y que los matrimonios están unidos hasta en la sopa he escuchado varias confesiones de este tipo, por suerte mi carne es divina, no solo por su armonía, sino por su temple, y no se deja tentar tan fácilmente por esos escotes que ustedes traen llenos de sudor y niños amamantados.

- Pues hijito, deso vengo yo a hablarle, que tanto virus, tanto miedo y tanto tiempo pa una hace que cualquier marujona se vuelva Shopenjagüer –pronunciao así, como los shopitos-

Herminia decide que es tiempo para un silencio, que al párroco de carnes inertes hay que dejar que la tentación se le meta en el cuerpo, que le cree la duda o cuanto menos, que le avive una llamita de curiosidad, un chisporroteo aunque sea.

- Verá usté, parroquito mío, el otro día me quedé yo pensando en aquello que contó de Caín de que tras matar a su hermano se había arrepentio y que había buscao mujer y había tenío hijos siendo ya un buen siervo der señó. Ahora me quedo yo pensando, ¿de dónde salió la mujer de Caín? Porque me dirá usted, si Caín y Abel son los primeros retoños del paraíso, ¿quién es esa señora esposa? Es más, ¿acaso es su esposa? porque su pofesión, digo yo, que por aquel entonces no se habría inventao todavía. Poniéndonos más finos, la susodisha debería ser la hermanita shica de los dos señoritos que andaban en trifulcas, ¿no?

- Herminia, creo yo que se está desviando del tema.

- ¡Ay, ya estamos de vuelta con las órdenes, don Julián! ¡Qué bien sabe darlas! Pero del tema no me estoy desviando, lo que le vengo yo a decir es que si desde que se inventa el mundo estamo engañaos, ¿pa qué seguir con tanta mentira?

Silencio en el confesionario.

- Perdone, por cierto, ¿y cómo sabe usté mi nombre?

Herminia, que es más lista que Shopenjagüer sabe bien el por qué: como buena feligresa ha sido constante en su llegada al templo a las 11.10 en punto, con los modelitos más despampanantes, cruzando todo el pasillo central hasta el primer banco, cloq, cloq, cloq, tacón sobre suelo de mármol, cadera izquierda subiendo a pecho izquierdo, cadera derecha acompasando el movimiento, mirada al orador al llegar a primera fila, rodilla al suelo y una crucecita que baja de la frente al seno y al coseno y termina en unos labios bien perfilados.

- Señor párroco don Julián, ¡ay, qué vergüenzas traigo yo con mis osadías! ¿Podríamos saltarnos el procedimiento este arcaico del confesionario, si usted sabe quién soy yo y yo, y tanto que lo sé, quién es usté, y me podría invitar a un poquito de agua bendita fresquita, fresquita, y hablar de cara a cara, como buenos cristianos apostólicos y apóstatas que somo?

Silencio de nuevo en el confesionario. Don Julián se está ahogando en ese habitáculo tan precintado que es su cuerpo.

- Acompáñeme pues, hermana, a mí también me vendrá bien algo de aire fresco.

- Eso, un poquito de sangre de Cristo nos vendría de maravilla, además, traigo aquí yo una ensaladilla que está… ¡Oy! ¡Está de gloria!

Don Julián medita hacia dónde ir pues ya está informado sobre las fantasías de la capilla y aventurarse a cruzar la calle hasta su residencia es dar pie a los chismes del viandante que los vea. Al final decide que lo mejor será ir hasta el jardín interior de la iglesia, un espacio privado provisto de pórticos que les asegurarán el fresco y la discreción. Detrás de él va Herminia contoneando el compás. Al llegar al patio le pide que le espere ahí, él va a por unos vasos para refrescarse.

- La ensaladilla mejor para otra ocasión, Herminia, ahora no estoy para esas. Vaya usted rezando unos avemarías por lo que me acaba de contar.

Al cabo de tres minutos don Julián vuelve en camisa, con una melodía de hielos resonando entre el cantar de los mirlos y un cigarrillo humeando en la mano.

- Qué sessy me ha parecio siempre ver a los curas fumar.

- Mire, Herminia, voy a dejarle las cosas claras. Yo entiendo que ustedes, señoras en flor malgastadas por el ideal del matrimonio, anden con las carnes ardientes en esta época del año. Yo hace años ya que pasé la etapa de lucha de gallos que me comentaba usted antes entre Caín y Abel, sí, ese dato que usted ha señalado es bien sabido por la comunidad cristiana. Usted no se da cuenta que nosotros, los servidores del señor, decidimos nuestra profesión por razones de peso, cada quien la suya personal, y que el tema de la tentación de la carne es algo que tenemos muy meditado y asumido.

- Hijito, no me cuente milongas. ¿Usté alguna vez ha comido papaya?

Don Julián enrojece y no sabe qué contestar, da una calada profunda a su cigarrillo para darse tiempo.

- Usté no ha comido papaya nunca, pero yo le he visto comprarla. Sí, usté compró papaya una vez en la frutería de Don José. Algo de rubor turbó sus mejillas al pedirla, pero como es usted de esa masa tan bien horneá, mantuvo el tipo bien hasta que recogió sus bolsas con toda la compra y se fue de allí. – Herminia es feroz, no se piensa ir hasta cumplir su propósito- Estoy segura que no se la comió. ¡Segurisisssííísima! Pero usté, don Julián, señor párroco de nuestra iglesia, usté llegó a casa sudoroso, cogió un cushillo, buscó la buena iluminación sobre la mesa de madera, y así, sin plato ni ná, cortó la papaya en dos y se quedó media hora mirándola – los dientes blancos de Herminia sujetan el tiempo hasta un nuevo ataque- ¿Metió usté los dedos en ella, don Julián? ¿Se atrevió usté a meterle los dedos?

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