Cincuenta y seis mil kilómetros de viaje
- Escritura Virulenta
- Apr 17, 2020
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Debajo, a la izquierda, el nombre de la oficina de correos que ha solicitado información de aduana sobre un paquete de origen singular. Procedente de Tailandia, enviado a España, pero con una dirección búlgara como remitente. Nuestra lógica nos había dicho que era la mejor forma de asegurar su llegada a buen puerto, a cualquier puerto en realidad. Una pena que ningún sistema de correos compartiera la misma idea.
Más abajo mi respuesta al requerimiento, a miles de kilómetros y unos seiscientos días de mi casa, escrita, según dice la carta, desde Tripura, en la esquina más oriental de India, a donde había llegado acompañada de un humano y una gatita callejera, tras cruzar en autoestop toda Asia y a pie cada frontera, 14 fronteras.
Desde Agartala, el 23 de marzo de 2015, a la oficina de correos le explico que el contenido del paquete consiste simplemente en memorias, ropa usada y los regalos de un viaje, que quisimos enviar a casa para aligerar en lo posible nuestras pesadas mochilas. Les cuento que, aunque el contenido del paquete es de gran valor personal, no lo es tanto en lo económico, e intento explicar que me es prácticamente imposible facilitar precios y mucho menos facturas de compra.
La lista que les detallo incluye:
7 cuadernos de viaje.
Mapas de carreteras usados (de 5 o 6 países).
2 cuadernos de caligrafía tibetana.
Ropa de invierno, muy usada por supuesto. Me pregunto qué me hizo querer mandarla a casa.
Los únicos objetos comprados: 1 bolso pequeño que debió costarme 1.50 Euro en el mercadillo de Luang Namtha y 1 estuche de tela para lápices de aproximadamente 2 Euros, tejido en una aldea de Kirguistán.
Los regalos del camino: 1 CD de música Sufí, que me trae de repente el sonido sordo de un perro contra el coche, y la desdicha de su conductor, Mohammed, que nos había recogido en autoestop y no quiso despedirse sin darnos algo bonito; un libro de cuentos, que un viajero me dejó a cambio de las postales que yo pintaba por ahí; un camello de lana de Kazajistán, regalo de la familia de Olhash; dos banderas tibetanas, la forma en que Nuo nos dio las gracias por enseñarle a hacer pizza en su tasquita, una de sus mil formas más bien; y un gorro de la tribu Akha, hecho por Ilu, una señora del mercado. La carta dice también que había una guirnalda de papel que hice yo misma durante el Loikatron y una de tela, regalo de una viajera japonesa, pero no recuerdo ninguna de las dos. Sí que me acuerdo, en cambio, del pisapapeles de la Kaaba y de una pequeña cabra de fieltro.
El resto eran tarjetas de visita, un catálogo de arte chino, y a saber cuántos carteles de autostop.
La carta termina haciéndoles saber que no hay billete de avión alguno que justifique mi entrada en Tailandia, pero adjunto sellos del pasaporte como prueba de mi estancia, y autorizo a mi madre a recoger la caja en mi nombre y guardarla hasta mi regreso. Quién me iba a decir que, un año más tarde, llegaría yo antes que los recuerdos.
Para cuando correos en Madrid recibió mi explicación, ya habían mandado de vuelta al confuso remitente el paquete que nunca llegó a su destino.
Fue el procedimiento el que se tragó más de medio viaje, una vuelta a la circunferencia de la Tierra. La burocracia le dio un buen tajo a las memorias de aquellos dos años de carretera metidos en una caja de cartón. Y nunca me planteé qué fue de los diarios, o de aquellas cosas, ni siquiera recordaba qué habíamos mandado dentro exactamente. Imaginé la caja abandonada en algún estante de “Mitnitza”, la aduana búlgara, y allí la dejé. La dejé en Bulgaria junto con media vida y con mi gata. Y siempre hablo de los diarios perdidos de forma despreocupada, como si no pasara nada.
Pero hoy me senté, recuperé la carta en que los reclamaba a la oficina de correos y quise inventar algo con todo aquello. Me imaginé a un tal Vasili preguntándole a Malina qué hacer con los objetos perdidos del fondo de la nave; puse las notas de viaje a brincar, como un desastroso manual, por los caminos de un autoestopista imaginario, y quise llevarme los mapas a sus carreteras, volver a Kirguistán, contar una historia tan ficticia como cierta de alguien que cruza inviernos con tres duros, un pasaporte y un camping gas.
Quise transformar la caja perdida en un poema a los cincuenta y seis mil kilómetros de viaje que van por tierra desde la puerta de nuestra casa hasta el Himalaya. Lo intenté, pero nada, no salió nada, nada más que un sonido sordo desde muy adentro, el eco de una piedra contra el fondo, desde ese mismo lugar en que yo enterré nuestro pasado.
Quizás los funcionarios de correos de tres países intuyeron lo que ya habíamos predicho en el principio, todo lo que habríamos de perder por el camino más largo hasta la India. No es casualidad que la caja de memorias se quedara dando vueltas en algún punto entre Asia, Bulgaria y España. En qué otro sitio iba a estar.
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