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La espera

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • Jun 12, 2020
  • 4 min read


Para cuando ella entró, liviana, recién duchada, Vasili debía llevar ya un buen rato sudando a ochenta grados. Por el tono de su piel se podría decir que estaba a medio hacer. Ella colocó una toalla bien doblada sobre el banco de teca y se sentó con cuidado. Las plantas de los pies en el suelo, firmes, la cabeza erguida, cerró los ojos mirando en dirección a un sol inexistente.

El silencio olía a eucalipto y abedul, y a toallas mojadas.

Pasaron minutos, que el denso aire estepario hizo parecer eternos, antes de que la voz de Vasili resonara en la pequeña estancia de madera.

- Es como la espera.

Ella miró de reojo en su dirección.

- Como la espera de un jabalí viejo, resabido, de los que cuestan.

Los oídos de la mujer aún se estaban haciendo al eco.

- Si, aquí sentado, midiendo el tiempo en inspiraciones y expiraciones y en jodidos sudores, con el pulso en la sien. Es como un aguardo nocturno, pero en el infierno, todo lo que precede al disparo. Solo que ahora el puerco soy yo; puerco y cazador. Y aquí estoy, vigilando cómo me baja la tensión mientras sube el maldito termómetro. Yo que solo tengo paciencia en el rececho o el aguardo, y no en la vida.

- La paciencia no es tampoco mi virtud – intentó participar la muchacha.

- Pero en la caza, en la caza es otra cosa – continuó Vasili con su voz ronca - A veces esperas siete, diez, quince días, o tantos de ellos cada mes, hasta abatir a un verraco de los buenos, de esos que se las saben todas y caminan de sombra en sombra entre su encame y la baña o el cebadero. A veces me lleva meses seguirle el rastro, estudiarme sus señales, medirle el tamaño

Ella callaba, pero Vasili no era de los que se amedrenta ante el silencio.

- Me acuerdo del día que me pregunté “¿pero será este un bicho de los de 200 kilos?” y ya no pude dejar de seguirlo, desde bien temprano hasta la mañana siguiente, de día de noche. A primera hora, casi todos los días del mes, tracé su ruta, seguí las huellas. Por la profundidad me aseguré de que era uno bien pesado, y por las marcas, romas, el mío era un viejo, que andaba ya con los zapatos desgastados por ahí.

Miró a Vasili fijamente, no le pareció que la tensión le hubiera bajado un ápice, la verdad. Pensó en el jabalí y miró al señor. Corpulento, peludo el pecho, el vientre hinchado, con el sudor iluminando su bigote poblado y la barba de tres días rasgando el aire seco.

- No hay nada como saber que se está jugando la partida con un veterano – él continuó ajeno a la atención de su improvisada interlocutora - Por las colmilladas en los troncos ¿sabes? Así le mides sus defensas. Y su altura por el barro en que retoza. Yo lo observo, me adapto a su entorno, me vuelvo un jabato que sigue el rastro.

La chica miró el termómetro. 83ºC. La espalda de Vasili rezumaba como en su boca las palabras, la presa, la caza.

- Pero lo importante es saber elegir: el lugar, el momento. Es como todo en la vida. No tiene sentido disparar a una guarrilla y quedarte sin trofeo por inoportuno, por impaciente. Medida la presa y su paso, hay que encontrar el sitio correcto: tú te colocas en alto, bien escondido, abrigado. A veces pasas noches enteras bajo cero, sin comer, ni beber, ni mear siquiera, ¡ya te digo! Solo esperas. En silencio.

Esperando a Godot, a 85ºC, ella no sabe si hablar sirve de algo en este diálogo.

- Es un regalo de la naturaleza el día que te toca disparar a tu puerco jabalí en noche de luna llena, por ejemplo. Pero no siempre puede ser, a cada uno le llega su hora cuando merece. Y para ti es más segura la noche oscura, quedarte en las sombras – hace una pausa, respira con esfuerzo - Pero llega, llega el día en que lo ves pasar sigiloso. Ese cuerpo grueso y redondo, la gran cabeza acolmillada. Ni te intuye el rufián, camino al cebadero o a la baña. Eso sí, nunca dispares a un jabalí mientras se esté bañando ¿eh? Justo antes o después.

- No, si yo no…

- En el momento justo. Entonces ¡disparas! Y ahí, todo el esfuerzo, el tiempo, toda tu inteligencia consumida durante semanas, todo se concentra en ese justo momento del golpe que abate a la presa.

87ºC. La chica solo emitió un gemido sordo, un pinchazo en medio del monólogo cinegético.

- Pero no se acaba ahí la cosa, ¡no te creas! El muy cabrón te las hace pasar putas hasta el final. Sobre todo si es viejo, como el mío, y la carne es dura. Pero da igual, aunque sea una hembra apetitosa hay que dejar la carne reposar, que se ablande, que coja sabor, y asegurarse de que no tiene parásitos, no vaya a ser que al final en lugar de presa sea el bicho una venganza. Así que tú esperas, y es como si te maceraras un poco con la presa, que tu mente ya empieza a cocinar desde el disparo. Luego, en la cocina, se vuelve asado sabroso con su chorrito de vinagre, o una paletilla bien doradita, o un estofado con patatas, con setas, con castañas. Prepara mi señora un guiso de muerte.

Vasili por entonces ya no sudaba, salivaba únicamente.

- Bueno, y la carrillada, las orejas, la cabeza del jabalí, maceradito todo y cocido. Eso es un manjar con un buen vino – se relamía.

A los 90ºC ella le miró, derritiéndose en la toalla.

- ¿Has probado el jamón de jabalí? Bien curado, con su grasita entreverada.

Ante la pregunta directa, Desi, mirando con sus grandes ojos verdes de cervatilla se atrevió a responder: “No, la verdad, yo hace ya como quince años que no como carne.”

Y Vasili no preguntó. Ni que si pollo, ni si pescado, ni que la dieta de toda la vida, las malditas proteínas o B12 en pastillas. No dijo nada. Solo miró al vacío de la sauna inerte, como si cortara el aire al resoplar.

- No, si ya – hablaba despacio ahora, como si buscara algo muy adentro- Le miras a los ojos ¿sabes? Le miras a los ojos y ves su jodida inteligencia de puerco. Es una bestia, pero una puta bestia lista. Si le miras, te juro que no puedes disparar.

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Escritura Virulenta   2020

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