top of page

Carne de costilla

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • Nov 27, 2020
  • 4 min read

Updated: Apr 15, 2021



Aquí estás a salvo, te haré un hueco en la humedad de mi casa. Aquí, en mis entrañas. Húmedo, como recién salido del barro, del charco de sangre de la creación. Ven, recuéstate a mi lado. Déjame lamer ese musgo que te sale por los ojos. Acaríciame. Consuélame. Subamos a lo más bajo de nuestros espíritus. Descoloquemos lo que hemos sido hasta este momento en un huracán de latidos. Aquí. En este espacio al que llamo casa te haré un hueco. En las cavidades que crean las humedades. Entre mi entraña y mi costilla, en ese lugar donde tenga que extirparte alguna primavera. Hasta ese momento aquí te sentirás seguro, te crecerán espinas, saborearás caldo de cardos hasta comerte los dedos.


- Desde luego, Mariano, tu hija es una poeta.


Mariano aspira una buena calada y sale al balcón. Mirar los maxibloques de su ciudad dormitorio le relaja. De joven solía escribir poesía. No era malo. Soñaba con publicar libros y encontrar a su Joan Baez, que le impulsara a ser todavía mejor en su arte. Tomó otra bocanada de alquitrán. Miró hacia atrás y vio ese bebé lleno de musgo y entrañas y mierda que fue Candela cuando nació. Él le lamió los ojos también. La acunó en su entraña y le cantó nanas durante todas las estaciones, hasta que ella eligió su bisturí favorito y salió de aquella humedad dando un portazo. Le hizo gracia aquella primera vez, su bebé ya relinchaba. Desechaba los libros que él le recomendaba y no compartía ya la música con ellos en los trayectos de coche. Con ese primer portazo se adueñó de su mundo y él tuvo que aprender a ser individuo otra vez. Uno, uno más su soledad. Más su hastío.


Salió a la calle con el tapabocas, prefería usar la palabra mexicana para esa prenda tan del veinte veinte. Estaba cansado desde hacía demasiados años y esta pandemia no ayudaba a olvidar ese vacío entre las costillas. En el parque paseó su mirada por el rocío que delataba la otra vida de la mañana. Una vez más, quiso cavar con sus manos un agujero donde gestar durante el invierno. Esperó a que el hombre rojo del semáforo se encendiera para cruzar la avenida esquivando los autos que no tenían habilidades tercermundistas, quería hacerles latente a los conductores su vida de manual de instrucciones. Como siempre en estos casos, alguien murmuró algo o escupió un insulto.


- Candela, ¿no le das la mano a tu papá para cruzar?

- Candela, dame la mano.


Conoció a Consuelo cuando Candela contaba todos los dedos de una mano, con la otra aún podían aferrarse. Él volvía a escribir poesía, siempre a escondidas porque era demasiado amarga. Le tocaba canciones y Candela bailaba como lo hacía su madre cuando se conocieron, dando vueltas por el salón con los brazos en alto. Subía al sofá y se lanzaba al vacío. Era tan embriagador verla bailar que en cada giro se representaban todas sus memorias pasadas y la melodía lo desgarraba por dentro.

Es hora de dormir.

Es hora de despertarse.

Siempre hay una hora marcando nuestras vidas.

Poco a poco Consuelo fue tomando un espacio en la familia, los poemas fueron menguando y esos momentos de introspección quedaron acotados a los cigarrillos en el balcón. Durante los primeros años se acordaba de la habitación propia de Virginia Wolf y se reía de ese emblema feminista. Dejaba a las mujeres adentro y admiraba su barrio de tintes comunistas, esa colmena construida para los despojos del fascismo.


Candela bebió de él su angustia política y, como toda adolescente, encontró arropo en la cuna que forma la u de utopía. Vestía atuendos punk y se pinchaba las orejas con amigas. Su papá se reflejaba en su adolescencia. Su papá que fue torturado por repartir panfletos políticos, que se largó a Londres a vivir en una casa okupa y que volvió con el entusiasmo en el pecho tras la muerte de aquel hijo puta de tres cuartos, se enorgullecía de esa rebelde con causa.


Candela, dame la mano para cruzar este malpaso. Dame la mano, que no me encuentro en estos tiempos. Dame la mano, que me falta el aliento y mis ojos están cegados. Ahora Candela vivía en Ciudad de México y trabajaba en una pequeña productora de documentales. Es cierto que mantenía su ánimo despierto, que coloreaba su mirada, que le transmitía nuevos sabores. Pero ella estaba allá, tan lejos, y él estaba aquí, tan lejos, que sus soledades eran agujeros negros tragando con voracidad los instantáneos chispazos de las telecomunicaciones.


Mariano, con su tapabocas, llegó al mercado. Paloma, de la edad de su hija, le tendió su cesta de verduras e intercambiaron esa complicidad cotidiana de la gente de barrio. Todo marchaba bien, sin sobresaltos, sin novedades, sin ilusiones. Se cruzó con esos cuatro o cinco conocidos de conversaciones vacías, buscó refugio en la terraza del bar y se quedó absorbiendo sol como una planta. Los ojos cerrados, era musgo, era carne descomponiéndose, era llanto estancado. Llovía pesares. Todo estaba calmo, sin novedades, sin presente, solo acariciando una idea de futuro exasperante que no llegaba.


Recibió un mensaje:


- Papá, papito, ya no hay carretas de tacos en las calles. Ahora que la ciudad está tan desolada y yo estoy tan arrasada entiendo cuánto te echo en falta. Quiéreme con ese silencio tuyo, que me llega muy hondo.


Tenía una hija valiente, siempre lo había sabido. No hay mayor valentía que amar al mundo sin encontrar sentido en la vida. Pagó su cerveza y volvió a casa.


Komentar


Escritura Virulenta   2020

bottom of page