Al final del baile
- Escritura Virulenta
- Apr 17, 2020
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Veía exactamente los mismos colores. Todo era igual, como si estuviera congelado: ahí estaba su cama y aquí había una especie de mesa grande. Aquí estarían las ventanas, y ahí, en el otro lado de la habitación, había otra cama. Cuando mi abuela murió, empecé a usar esta habitación como taller de trabajo…
El suelo cruje, cruzo la sala atraída por el sonido de la siguiente y lo primero que encuentro es el cadáver de una cucaracha patas arriba. Está tan seca y es tan grande que parece parte de la exhibición. La rodeo sin quitarle el ojo de encima no vaya a ser que resucite convertida en fiera en el mismo momento en que paso a su lado. Me siento en el extremo opuesto del banco de madera y metal de estilo anglosajón que hay delante del proyector. De la cucaracha mi mirada se va dejando hipnotizar por el mágico baile de las partículas de polvo que caen, o no caen, en el haz de luz del proyector. Briznas de posibles suspiros que en algún momento puede que pasen a ser una materia robusta, pero también quebrantable.
Debajo de la ventana tenía las dos mesas grandes y mientras yo dibujaba mi gato solía venir a sentarse sobre mis dibujos. Era el placer más inmenso, venir y sentarse encima.
Al final del baile las motas de polvo ya se han convertido en imagen. Un ángulo contrapicado de una llanura verde donde una mujer con abrigo elegante explica cómo era la casa que había en ese mismo lugar.
Este espacio era como un pequeño atelier. Desde aquí salías de nuevo al recibidor, que era bastante amplio. Aquí estaría la puerta a la siguiente habitación – la mujer camina como si las paredes siguieran limitando su paso-, abrirías la puerta así, en esta dirección – entra.
No solo me seduce la voz grave, el verde saturado de la escena y el registro omnipresente de la cámara, esta llanura ya la he visto antes desde este punto. Yo planeaba hacia aquella solitaria silueta que había en mitad del paraje, llevaba el mismo abrigo que esta mujer, al poner mi mano en su hombro se giraba y podía ver su cara emplumada, el afilado pico cayendo sobre la bufanda y sus brillantes ojos negros que contenían todos los misterios. Siento que no llego nunca a ningún borde del abismo.
Estoy aquí, mi mano siente el frío metal del banco y su solidez. Ahí sigue la cucaracha inerte.
Esta era la habitación de mi abuelo. Aquí tenía una cómoda de cristal donde guardaba el tabaco y las cosas para hacer cigarrillos, aquí había un futón amarillo donde se sentaba a contarnos historias…
Traspaso la puerta y camino por el pasillo que meticulosamente fregaba cada día a las 12 en punto después de desayunar viendo mis series favoritas. Está lleno de escombros, cigarrillos y cristales rotos que todavía se multiplican en más pedazos bajo el peso de mi cuerpo, aullando. Al final del pasillo llego a lo que era el gran salón donde comíamos los once que habitábamos la familia veranosamente armónica que éramos. La mosquitera de la ventana está rasgada, no es septiembre y no llueve afuera. No se oye la tormenta. Ya no está el olivo que destacaba entre el resto. La ciudad de olivos que era una trampa para los tordos que reposaban el hambre en sus ramas untadas de misgo. Pobres tordos que no volvieron a elevar el vuelo y acabaron desnudos entre las manos de mi abuela que cuando iba al doctor no permitía que le quitaran los pendientes para no verse como ellos, sin plumaje, tan de carne como la que nuestros dientes rasgaban en esta misma habitación, en la mesa que estará ahora en el salón de alguna familia abocada a llevarse recuerdos de otros. Recuerdos que quedaron en casas abandonadas, en las casas de esos otros más privilegiados que compraron sus propios recuerdos en algún momento y que luego no pudieron sostener la intención de seguir pagándolos.
Mi abuelo antes de morir solía despertarse en mitad de la noche y salir corriendo hacia el cuarto donde estaba mi abuela porque soñaba que venían los soldados de la Gestapo para llevársela, porque mi abuela era judía, y él escondía judíos durante la segunda guerra mundial.
Tras limpiar toda la casa y dejar la comida al fuego aún había tiempo para rezar el rosario. Era justo en este rincón, mi bisabuela en la mecedora amarilla donde por la noche se quedaba dormida y mi abuela en el sofá de cuero color crema. Avemariapurísima. Quince son los misterios sobre la infancia, las pasiones y la muerte de Jesús.
Busco en el álbum de fotos familiares imágenes que constaten mi recuerdo. Ahí estoy yo con unas gafas de sol moradas de minie mouse enseñando a cámara mi nuevo estuche para el curso escolar que empezará en unos días. Hay un pastel sobre la mesa y la vela me cuenta que ese nueve de septiembre cumplía 6 años. 1992.
¿En qué momento desapareció la casa que había en ese campo? No puedo evitar deducir la respuesta, el 6 de abril de 1992 las bombas empezaron a caer sobre Sarajevo.
Paso la rueda de mi bici una y otra vez por el camino que siguen las hormigas hacia su ejemplar despensa, del camino de tierra se levanta un polvillo que oculta la masacre pero la visión del mayor está entrenada para intuir el pecado.
- ¿A ti te gustaría que viniera un gigante y te aplastara? – me agarran del brazo y me llevan.
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