Al abandono de uno mismo
- Escritura Virulenta
- Jun 19, 2020
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Al abandono de uno mismo:
Siempre tiendo a despreciar a la gente que me quiere de primeras, a la gente que me quiere o que quiere así, sin más, incondicionalmente. No les entiendo. Aman de mí todo lo que terminarán odiando. El color de mi piel, las raíces que vengo arrastrando y todo lo que no entiendo acerca de mi escasa humanidad. Más de una vez he rechazado a quien dice amarme. Les considero inferiores, porque yo no puedo amar tan de repente. Hay una herida profunda en alguna parte de mi cuerpo. He nadado dentro de mí misma. Me he abierto el torrente sanguíneo y aún no encuentro cómo remendarme el alma. Solo yo habito esta soledad. Hay solo un asiento libre en el vagón de mi vida y ya ha sido ocupado por mi sombra. Durante mucho tiempo ella tomó el control de mis cuadernos y no hacía más que escribir ensordecida por la pena.
El desierto del que he huido me mira desde lejos decepcionado. Y la gente, ¿qué gente? No hay nadie. La gente de aquí piensa que soy un poco insensible. No tengo un punto intermedio ante la sensibilidad. Tampoco tengo el botón para apagar el llanto. Cuando algo me toca, me toca entera. Y no hay nada que pueda hacer. Estoy profundamente perturbada. Cada cierto tiempo lo estoy. Quiero arrancarme la piel. No necesito de un confinamiento dictatorial para sentirme arrinconada. En un país, una vida, un cuerpo. Cuando me mudé a esta habitación lo primero que hice fue pintar una puerta. Seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta. ¿Lo dijo Álvaro del campo o fue Pessoa? ¿Pinté yo esa puerta o fue otra? ¡Auxilio! ¿Sigue siendo esta mi vida? ¿Cuándo me dejarán salir? ¿Quién ha salido? No he sido yo. ¿Esa que viene ahí es mi sombra?
Pongo mis manos en medio de mis costillas. Quiero partirme en dos y hundirme en la ensoñación perpetua del mundo. El suicidio está castigado con el llanto de una madre. Afortunados los que no tienen madre. Hay un silencio detrás de mi nuca que se parece al 25 de diciembre del 2011. Ese día me confundí de vida. Aterricé, después de un largo viaje en perversiones disfrutables. Derrame cerebral por un ojo. Se abrió el cielo. Me morí dos o tres veces esa semana. Grité como si la muerte me tragara desesperada. No es mi vida, no conozco esta casa. No sé ni siquiera tu nombre. Me diagnostiqué incomprensión hacia la vida. Me diagnostiqué bestialidad. Me diagnostiqué voces disecadas en el tiempo. Se me ha roto la membrana de la conciencia. ¿Dónde meto las sobras de mi llanto? Solo reconozco el primer objeto colonizador de mis pensamientos. El primer escaparate de la belleza. Mi madre.
Aborté. Me aborté a mí misma. Me saqué el cerebro, lo limpié y lo puse en un frasco con agua. Hidroponía cerebral. Estuve alimentándolo de pasiones ajenas, perdidas o imaginadas. Mi cerebro-feto cada día más disociado, confundido y azul, no sabía cómo se siente al ser yo. No sabía andar en bicicleta ni conocía a mis amantes. Le hice una correa con envoltorios de pastillas rancias y me lo pegué al cuerpo. Nadie nota la diferencia.
Mi bestialidad grita como si quisiera comerse a sus propios hijos y yo la amarro un poco. Sonrío por imitación y muevo la cabeza. Tengo que irme, se me ha hecho tarde. Me preocupa el canibalismo. Corro por las espirales de una calle que se dirige al cielo. Es todo en vertical. Si las amapolas tuvieran nidos estarían ahí. Dejé mi cerebro en la calle trasera, la calle pasada, esa de atrás. No sé dónde estoy. Tengo pensamientos incestuosos porque soy una bestia. Tengo pensamientos de bestia. Tengo pensamientos sexuales con casi todos los seres y las cosas. La correa se me está deshaciendo, está dando de sí. Han pasado casi cien años desde la última expedición a Marte. No tengo armas para luchar en la segunda guerra. Todas las sensaciones del mundo se encuentran irremediablemente en mi cabeza. Yo soy el origen de toda la porquería humana. Me monto en un coche y entro en una casa. El papel tapiz está lleno de mi sangre.
He aprendido a domesticar la vida. El tiempo ahora se mide en pastillas. Pastillas para no soñar. Pastillas para fingir sonrisas. Pastillas para no dejar que tu cuerpo se contorsione en disociación pura y termines con la lengua sangrando y meada en el suelo. Pastillas para ahuyentar al delirio. Pastillas de humanidad. Pastillas en cajas. Cajas de pastillas. Melissa – Pastillas. Me he comprado un estuche, un ataúd, una cuna de pastillas. Tiene los días señalados para no olvidarme que la vida a partir de ahora se mide en pastillas. La primera te hace cosquillas, la segunda te araña un poco, la tercera te jode a ostias, la cuarta te apuñala y la quinta te quema en una hoguera. ¿De quién es la mano que sirve este festín? ¿Quién es la persona que apuñala este cuerpo? He hecho un pacto conmigo misma, el de traicionarme.
Un perro es arrastrado por una carretera a 150 km por hora. Soy un abismo sin nombre. Me elevo tanto que me sobra el cuerpo. La cabeza me va en automático a 150 km por hora. Mi madre es un hospital. Mi madre es una catedral. Mi madre es mi casa. Mi sombra se cuela por las dobleces de la sábana. La oscuridad me engulle como tallarines chinos. Han violado a mi niño – cerebro: como a cualquier otro niño en los primeros cinco años de la infancia. Como a mí en cualquier fiesta de la inocencia y estupor drogata –. Me quedan las camisas, lo bailado y las amantes sin rostro. Todo en bucle. Yo contestaré a esa pregunta. No volvería a nacer. ¡Saltemos todos ahora mismo por los balcones! Siento en mis ojos el sol que me atraviesa como el abandono. Me dejo caer. Todo el mundo me renuncia. Dejo de escuchar el eco de las olas. Se me apaga el viento. ¡Qué imagen embriagada de cordura! Mis manos se entumecen. Soy un cohete de adrenalina helada. Se me dislocan los hombros y las rodillas de placer. El placer de renunciar a lo que somos. El placer de deshabitarnos, de abandonarnos por completo. Me absorbe el silencio y los besos que he robado. Me desvanezco como una lágrima. Yo, que fui un perro. Un animal intermitente en un lugar sin nombre. Solo me resucitan las voces de las mariposas.
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