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Mer

  • Writer: Escritura Virulenta
    Escritura Virulenta
  • May 22, 2020
  • 4 min read


Por las noches siento frío. Me destemplo. Hablo con mis amigas, que están del otro lado del océano, y me cuentan su vida con el pañuelito de seda otoñal en la garganta. Me siento acompañada. Una suerte de febrícula constante me tiene a la deriva. Les pregunto qué significa febrícula, me ha encantado esa palabra. "Es muy común", me responden. Suelo olvidar el significado de algunas palabras. Suelo buscar la etimología de otras antes de caer dormida. Suelo olvidar también en qué país estoy, no salgo de casa. Luego, dando un paseo, lo recuerdo  nuevamente. Estoy donde siempre quise estar. 

Pienso en el mar. Mis pies se dejan arrastrar. Pipi le ladra a las rompientes. He tomado sol durante el día y mis pelos se agrupan, salados, resecos y felices. El atardecer del calor en la piel y el frío en los pelitos me viste con un sweater enorme. La piernas no se enfrían hasta pasado un rato en la arena, cuando hay que levantarse. Ese es mi frío favorito. El frío del calor del mar. La contradicción, la inquietud. El frío del calor. 


Hay una parte de mi nombre que irrumpe como una ola y en fracés me llama a navegarlo. Le mer estebe serene, cantaba de pequeña. La mar estaba serena. Hay una parte de mi nombre que sigue soñando con Mercedes Sosa. Primera mujer. El nombre de bullying que sufrí por ser rellenita, por no escuchar "El genio en la botella", por adorarla y encontrarme en otra dimensión con ella. Me dijo: vengo a ofrecer mi corazón. 


El agua corre. Me siento a verla pasar. Qué vamos a comer, Mer, qué faltó hacer en la casa, que podría limpiar, sobre qué podría escribir, qué hago con el cuerpo, con mi vida, con el futuro. Continúo mi paseo y lo resuelvo en un minuto: las frutillas están de oferta, le pido un kilo. Voy a hacer mermelada.

Lo bueno de la confitura es que no le hace asco a la fruta pasada, a lo que mi madre diría: el almíbar. Hago mermelada para no romper el frasco contra la pared. Hago mermelada para honrar las frutillas frescas. Mi menstruación repetitiva e inconclusa está en la mancha que dejan las frutillas en la bolsa de tela, camino a casa. Esa soy yo. Mi humor chorrea lava iracunda, que reprimo con una sonrisa para sostener un proyecto familiar. Esa también soy yo. Quiero revolear el jarrón de Lispector, quiero abrazar a mi mamá. O al revés. 

La distancia me ha hecho entenderla. Escribí el otro día: "Con el tiempo, uno se aleja de la religión y se acerca a su madre." Pero yo me alejé de todo, ¿de qué estoy más cerca entonces? A falta de presencia física mi espiritu vuela cerca de lo que fue la fé: la primera mujer. Vengo a ofrecer mi corazón. 

Ya no recibo por encomienda los tarros de mermelada de rosa mosqueta, de sauco, de arándanos, de ciruela salvaje, la de los arbolitos que descubrimos en las veredas del centro de San Martín. Morderlas es espantoso, confitarlas es delicioso. Qué ironía. Debo pedir prestado un poco de azúcar porque vengo ácida de cuerpo últimamente. 


No sé donde vivo. No sé a donde se va todo esto. Abro el libro en una página sorpresa como quien se tira una carta en el tarot. Le pido a otra mujer una respuesta. Página 109: "Hay aquí también grandes vacíos". 


Sólo quiero sumergirme en libros y escenarios, necesito aglutinarme con el azúcar de otros y de otras, con un poco de limón, sal, tiempo, calor. Una mano que nos revuelva. Una porción en un frasco cerrado al vacío. Un trozo de experiencia, un pedazo de tierra. No sé como ser productiva. No sé cómo encajar en el sistema. Soy un fantasma que sobrevuela en las palabras y quisiera que alguien si no yo misma, me empuje y me recuerde quien soy y hacia dónde voy. Le pedí a mi papá que me revise con el péndulo. Que me ate al cielo y a la tierra. Me respondió un día después diciéndome que estaba perfectamente. Que tenga paciencia, que todo iba bien. 

Necesito abrazar a una mujer y a un hombre que no conozco y decirles que me han salvado de la hecatombe durante varios años. Que los recuerdo para no olvidarme. Que pienso que algún día alguien lo hará conmigo, y esa será una forma de legado inevitable. No tengo valor para morir sola. No tengo valor para vivir sola. Siempre quiero estar sola. No quiero volver a ver a mi madre y la comprendo y me enternece cada día más. Soy pura desobediencia. Mis amigas humedecen mi existencia. 


En otra vida fui una condesa, un soldado de Napoleón, un turista mudo, una vikinga encerrada en una cabaña, esperando a su amado.

Clara un día rompió una mermelada de mosqueta de mi madre. Se le resbaló entre las manos y estalló en el piso. Victoria se quedó con mi frasco, la ira me invadió durante varias semanas. A ella no le importó. Cuchu me trae el desayuno a la cama, muerdo la tostada con el dulce y tomo un sorbo de café antes de pensar demasiado. Debo afinar el cuerpo, antes de empezar a vivir. Como los músicos. Vuelven los temblores, echo a Cuchu del cuarto, que no entiende que me molesta que me interrumpan. Después me acerco y le pido perdón pero dentro mío estoy hirviendo. Quiero irme para siempre y me quedo, como hizo mamá. Entonces tengo un pie aquí y allí y me desconozco. Clara ha roto la mermelada por mí, alguien tenía que hacerlo algún día. Hasta España no llegan las ciruelas salvajes, pero ya no me importa. Estoy tratando de cocinar mi propia receta. Un poco menos de azúcar, un poco más de limón. Escojo las frutas que nadie se quiere llevar. Utilizo las cáscaras que tiramos a diario, para hacer mermelada inglesa. Ese es mi lugar en la existencia. Así aporto valor. No sé a dónde me lleve todo esto.


Esta vez la mermelada me ha quedado un poco líquida. Burbujea y es tan peligrosa como la lava. La técnica para darse cuenta si su consistencia está lista es sacar una cucharada en un plato, dejarla enfriar y luego pasar el dedo por el medio. Si ambas partes no se vuelven a unir, hay que apagar el fuego. Paso el dedo. Me siento Moisés, abriendo las aguas, caminando en medio de un mar rojo profundo, hacia la tierra prometida. Mi nombre. 

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Escritura Virulenta   2020

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