La dualidad
- Escritura Virulenta
- May 1, 2020
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1.f.Existencia de dos caracteres o fenómenos distintos en una misma persona o en un mismo estado de cosas.
Desde pequeño Diego era ese mocoso al que todo el mundo quiere coger en brazos y achucharle. Ya a esa tierna edad, él agarraba con cariño a cualquier persona que se le acercara y le besaba con esos labios de bebé lleno de babas y mocos derretidos. A pesar de eso, todo el mundo quería ser besado por ese niño. A medida que pasaron los años y como buen hermano pequeño, el más pequeño de todos los hermanos y hermanas pequeñas de esa familia, quiso saber sobre las cosas que sucedieron antes de que él existiera. Esto hacía que toda la familia en la sobremesa, escuchara una historia peculiar sobre un tío, o una madre, o un primo segundo. Historias que involucraban a otros miembros de la saga y por las que entretejían en la imaginación una vida pasada, que sustentaban con fotografías en blanco y negro sacadas de un cajón, que parecía estar preparado para la ocasión. Su abuela, una mujer chiquita, con un poco de chepa, gafas y unos mofletes bien marcados en color rojo, era una mujer de pocas palabras, resguardada y de salud bastante delicada. Así que no solía participar muy activamente en estas conversaciones, pero siempre escuchaba y hasta se sonreía en muchos de los episodios. A Diego le encantaba ver cómo esbozaba esa sonrisa tímida, reservada como un secreto o como algo prohibído. En las fotos en blanco y negro donde salía ella, de pequeña, de joven, o incluso ya de abuelita, siempre tenía esa sonrisa misteriosa, de quien no está alegre, pero tampoco serio. Diego lo llamaba el efecto Monalisa. Además de esa cualidad, Diego veía en ella muchas más, como la de la hormiga. Cuando Diego iba a visitarla y llegaba a la casa, antes incluso de poder besarla, la abuela avisaba “fixen filloas”. Diego entendía el mensaje e iba a la cocina. Desde pequeño supo que esto era como pasar de nivel en un juego de la play. Si una abuela gallega te dice que hay comida, lo primero que debes hacer es ir a comer, para que el juego pueda continuar. “Come filliño, que ainda están quentes”. Diego veía esa torre de filloas y pensaba en esa mujer y en todo el tiempo que le habría llevado preparar ese manjar, y sin dudarlo, comía dos o tres y sonriendo como podía, mientras masticaba, le decía lo ricas que le habían quedado. Ahí estaba el esfuerzo de la Hormiga, que empeña el tiempo necesario para llevar a cabo cualquier actividad, aunque sea desde el pasito a pasito, sin prisa, pero sin pausa. Y sin ser vista. Después le cogía del brazo y le preguntaba cómo estaba mientras avanzaban por el pasillo. Durante ese trayecto le seguía el rollo de las enfermedades, hasta que, por fin, llegaban al salón y Diego podía preguntarle algo que hacía que la abuela dejara de hablar de achaques y reumas. Siempre que iba, le hacía la misma pregunta, aprovechando que ella no se acordaría. A Diego le sorprendía que la abuela olvidara el hecho de que hayan tenido la misma conversación todos los días que la visitaba, pero que recordara la respuesta con esa exactitud aplastante. “Abuela, como mola este chinero, ¿canto che costou?” El chinero, es el mueble más preciado del salón, donde la abuela guarda en la parte superior acristalada, el juego de café que le regaló su hermano, la primera vez que volvió de Uruguay. La abuela le dice casi sin pensárselo “1585 pesetas” Después de esa respuesta, Diego comienza a preguntar por cada objeto que está a la vista, y la abuela, con total normalidad, le responde una cantidad precisa, sin dudar. Memoria selectiva extrema, pensaba Diego, como otro gran don de esta mujer. Y no era el único que le fascinaba y le divertía. Después del cuestionario, cuando ella volvía a la cocina o se iba al baño, él aprovechaba para descolocar las figuritas de los muebles, los floreros que reposaban sobre la amplia mesa, e incluso el orden de las revistas que guardaba debajo de la televisión. Cuando escuchaba los pasitos arrastrados que llegaban poco a poco, volvía a sentarse rápidamente en el sofá y la esperaba como si nada. “Xa vai empezar a novela”, decía la mujer mientras se acomodaba al lado de su nieto entrelazando sus manos a la altura de su pecho, para que encendiera la tele y buscara el canal de su telenovela de las cinco. Diego lo hacía y esperaba pacientemente a que empezara la danza de lo que llamaba, la Ordenadora. Primero, como si hubiera pasado un fantasma, a la abuela se le erizaban los pelos de la nuca. Sabía que algo pasaba en su salón. Y como si fuera un detector humano, con rayos láser en los ojos chequeaba con una vista general todo el espacio. Después de eso, todo sucedía de forma muy mecánica. La abuela se levantaba e iba directa a todos, y cada uno de los objetos que estaban descolocados. Para Diego era impresionante, ver cómo no dejaba pasar ni las revistas. Nunca comentaba nada, ni preguntaba qué había pasado. Sólo se limitaba a poner cada cosa en su sitio. Diego se reía por dentro, y cuando acababa su tarea, y volvía al sofá, se limitaba a disfrutar de los comentarios que la abuela hacía sobre “los artistas” de la serie. Cuando ésta acababa, le daba un beso y se despedía hasta el próximo día. Cuando la abuela murió Diego decidió quedarse en el tanatorio toda la noche. Junto a él se quedaron su madre, sus tíos y Lola, la hermana pequeña de la abuela. Como hermana pequeña, ella había recogido sus historias de la familia y quiso regalarle a Diego una de su abuela. Le contó que cuando ella era como él, se enamoró perdidamente de un gitano del pueblo. Los padres no lo aceptaron, y ella se escapó con él. Estuvieron poco tiempo fugados, pero ella sabe que fue uno de los amores más importantes para su abuela, antes de conocer al abuelo. Diego no podía imaginar que esa mujer pequeñita, con sus brazos recogidos y su carácter sobrio y melancólico podría haber sido una joven sacada de una obra de Lorca, con cabellos agitados por el viento, corriendo hacia la libertad de un amor prohibido. Esa noche, Diego se quedó dormido en las rodillas de su madre. Tuvo un sueño en el que la Monalisa con mofletes encarnados se le acercaba y le decía “xa sabes o meu segredo”. Este sueño lo recordó al día siguiente, después de darle un beso en la frente a la abuela por última vez. El frío que sintió se le quedó en los labios como nieve helada. Lo llevó consigo hasta que, ya en el coche, esa nieve se fue evaporando e hizo brotar todo el dolor por sus ojos, por su nariz, su boca, rompiendo el silencio que acompañaba el viaje. Su prima, que sólo lo había visto llorar cuando era pequeño, le dio un pañuelo, y le cogió de la mano. A Diego también le pareció volver a la infancia, a ese niño baboso que lloraba sin remordimiento de hombre adulto. Aprendimos que los chicos no lloran, por eso, al ver a un hombre adulto llorar, nos vamos a su niñez, como si eso sólo perteneciera a ese periodo. Aún así, en esos momentos, Diego no sintió vergüenza. Volvió a mirar a su prima, y de repente vio en su nariz aguileña, esa que había heredado de la abuela toda la familia menos él, la imagen de su abuela joven, llena de pasión, alocada, con ganas de vivir, de enamorarse. Imaginó entonces a su prima de viejecita, siendo hormiga, ordenadora y de memoria extrema selectiva. Le pareció tan loco, que soltó una gran carcajada que no pudo siquiera disimular. Después del entierro, Diego volvió a la casa de su abuela dando un paseo. Pasó por delante de la cocina, donde no le esperaba ninguna torre de filloas. Anduvo por el pasillo despacio, aunque no llevara a nadie del brazo, y al llegar al salón miró el chinero. "1585 pesetas", dijo en voz bajita, a una pregunta infinitamente formulada. Abrió el cajón. Y allí, como preparada para la ocasión, estaba la foto de la rapaza de mirada huidiza, sonrisa enigmática, mofletes sonrosados y cabellos al viento.
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