Funambulista hacia mí

La casa del pueblo tiene nueve ventanas y según este orden la de mi cuarto sería la primera, al levantarme lo primero que hago es recogerme el pelo y ponerme las gafas y rápidamente me acerco a la ventana, es la sintonía del despertar. Hoy al abrirla me he quedado mirando el vuelo de una cigüeña y en cuanto la he perdido de vista me he quedado mirando los tejados, la vista no me da para ir muy lejos pero el hecho de poder quedarme mirando sin más desde ella me da mucha calma. Por el momento las ventanas se han convertido en mis conversaciones diarias con el exterior, ese exterior cambiante y a la vez tan pausado, hacen que el aire se mueva y donde me imagino como una funambulista, saliendo de ella y pasando al tejado de enfrente por los hilos de los cables. En ese equilibrio sueño con moverme del sitio impuesto que no es incómodo, pero ese hilo de cables se convierte en la salida, pongo los pies uno detrás de otro lentamente, dejo que el aire toque todo mi cuerpo, siento las golondrinas, los gorriones, los mirlos, las urracas pasar a mi lado, porque los humanos ya no les importamos; me gustaría tener su gracilidad para moverme en esta cuerda floja improvisada, no miro la calle abajo e intento acercarme al gato naranja que está enfrente de mí, mirándome suspicaz. A la mitad del cable me doy cuenta que ya no quiero ir al tejado de enfrente y al mismo tiempo me giro sobre mis pasos y vuelvo a mi cuarto, vuelvo a mirar desde mi ventana con la respiración agitada por el esfuerzo, inspiro todo el aire que soy capaz y cierro la ventana, la cierro como el que cierra un cofre preciado, con mimo y cautela. Al correr las cortinas lavanda me veo de nuevo dentro, dentro de mí de nuevo, e inspiro el aire que hay aquí, la penumbra me acompaña y nos hacemos amigas, susurramos bajito como lo hacíamos por la noche a la luna llena, que todo está bien, que todo pasará y tendré que abrir otras ventanas y que otras más las tendré que cerrar.