El ritual de los abrazos
- Escritura Virulenta
- May 15, 2020
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Updated: Jun 10, 2020

Dicen que el domingo se clausura el ritual de los aplausos. Me he enterado por un mensaje que me ha mandado L. quien además ha compartido el alivio que le produce el final de esta convocatoria diaria en su balcón al que ella ya acude de manera forzosa porque - explica entre emoticonos que reemplazan su risa- ha desarrollado una especie de superstición y si no cumple con la tarea, teme que algo malo le pase.
A mí me ha dado pena recibir la noticia. Quizá porque aunque mi trabajo me impide asomarme a este patio de media manzana cada tarde, me gusta escuchar de fondo las palmas de mis vecinos, que además anuncian el final de mi jornada. Cuando se lo he contado a M. me ha dicho que él va a seguir aplaudiendo, y que lo hará aunque sea solo. La superstición que ha desarrollado él es de otra índole. Creo que le gusta que los vecinos, a quienes habitualmente detestábamos por sus ruidosas costumbres, sean sus camaradas durante unos minutos en estos 63 días. Me ha conmovido la severidad de su respuesta, como si entonase un canto de resistencia, algo así como "podrán quitarme la vida, pero jamás podrán quitarme esta repentina sensación de comunidad".
También me ha dado pena porque el texto justificaba que terminar con la reunión de las 20h tiene que ver con querer acabar de una manera digna el fenómeno que ha llevado a homenajear al personal sanitario y demás jinetes de esta apocalipsis, porque está perdiendo fuerza ahora que coincide con la franja horaria en la que nos es permitido salir a pasear, y porque además ya estamos recuperándonos, ya está remitiendo la enfermedad. Yo no tengo la sensación de que estemos recuperando nada, más bien macero, día tras día, un sentimiento profundo de pérdida que desata un vórtice en mi pecho, acelerándome el pulso, agitando mi respiración. Lo que pasa más allá de mi cuerpo aún no puedo narrarlo. Tránsito el vértigo de esta presunta pausa, de este paréntesis que aloja en su interior la vida que conocía hasta el momento y advierte del peligro de extinción de los abrazos. Me pregunto si no podríamos sustituir los aplausos por unos minutos de silencio compartido que componga una especie de réquiem de los abrazos. Me pregunto si no es posible seguir asomándonos a estas ventanas interiores y mirar a los ojos de nuestros compañeros de pandemia, los únicos a los que vemos cara a cara, aprendernos sus gestos hasta reconocer sus muecas como reconocemos las maneras de nuestros seres queridos que podemos visualizar ahora mismo mentalmente . Yo puedo traer a la memoria la carcajada pirotécnica de P., los andares de Y., la cara de extasis de M mientras baila o el gesto de A. mientras conduce por carreteras gallegas con infinito placer. Supongo que estoy siendo demasiado dramática, pero estoy un poco harta del optimismo vacío. Trato de albergar la esperanza de tiempos mejores, comprar sin dinero la idea de que la sociedad capitalista se derrumba y que este declive puede ser oportunidad. Pero de una manera egocéntrica y supongo que bastante naif, lo digo sin tapujos: me la sudan los mercados aunque nunca las personas, y poner en jaque todo lo que hasta ahora me nutría me resulta desolador. Y no me refiero a la compulsivad del consumo irresponsable que yo también ejercía y que reconozco con culpabilidad, tapándome ahora la cara con vergüenza, porque que a veces me ha seducido, incluso ha sido un antídoto superficial para alguna tarde de tristeza tonta y primer mundista. No me refiero a los privilegios materiales que sin duda conservo, que sostienen mi bienestar pero me generan remordimientos de conciencia. Hablo de los encuentros reales, de la presencia corporal, de los abrazos, joder, de los abrazos sin miedo, o de que el único miedo fuera no saber cómo soltarlos sin perder con ellos mi integridad. Porque me integran los demás, estoy hecha de trozos y trizas de otros cuerpos que ahora no puedo tocar. Me asusta mucho sentir que me he acostumbrado a esta nueva normalidad que dicta un distanciamiento social, esta normalidad que transcurre entre estas cuatro paredes torcidas de una casa que siento mía pero que no lo es, trabajando a través de una pantalla que está llena de escupitajos que no consigo limpiar, compartiendo ratos virtuales con mis amigas y emborrachándome con una copa de vino yo que siempre tuve la ridícula honra de aguantar. Con jaquecas de tres días y el cuerpo descompuesto con demasiada facilidad. Aunque coma bien, duerma bien, folle, haga ejercicio y trate de dormir las horas recomendadas. Mi sistema inmune se revela y enfermo con facilidad. De hastío, de resignación.
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