A esta hora en la que soy, y recuerdo
- Escritura Virulenta
- Jun 5, 2020
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I.
A esta hora en la que sólo se escucha el canto de los pájaros y los rumores de una tormenta que se acerca, fumo con el cuerpo cortado porque me gusta fumar por las mañanas. Tengo cagalera y pienso si alguien me habrá contagiado, si esto es un síntoma, si he contraído el virus o sólo he cogido frío por dormir, como dice mi madre, con el culo al aire.
Síntoma. Virus. Contagio. J de nuevo. Dice que esta semana ha leído a Marco Aurelio. Dice que los estoicos son unos idiotas. Pero también Dice que está cansado de que la palabra se use tan a la ligera. Cuánta razón tiene. -Es un regalo escucharte- le digo. Y pienso cómo hemos incorporado a nuestro vocabulario cotidiano esas palabras que escudriñan la enfermedad. Nos diagnosticamos. Estamos todos enfermos de algo. Confinamiento, cuarentena, fase, desescalada. Esta será la nueva normalidad.
He leído que lo del síndrome de la cabaña es un invento de mi gremio, por esa manía que tienen de patologizar los malestares de la cultura para buscarles remedio con el autobombo o -en el peor de los casos- con los fármacos. El artículo decía que lo que pasa es que nuestra vida era una mierda antes de la pandemia, pero como íbamos corriendo a todas partes, nos parecía de lo más aceptable. Claro, porque no podemos pensar mientras corremos, por eso hay tantos runners, porque la idea de detenerse nos asusta ya que interpela al diálogo interno. Ahora entiendo lo encantadas que estaban algunas personas con el confinamiento, porque viviendo dentro del paréntesis, transitaban por fin la pausa.
Yo he parado poco y siento que necesito tiempo para que algunas cosas se reposen. Estoy cansada y sólo quiero embriagarme de olor a sandía recién cortada y leer en la cama después de desayunarla.
Mi paréntesis han sido estos ratos de escritura Virulenta, aunque con esta última consigna me pasa más fuerte mi ya clásico, y que tanto gusta a Raquel de la O: No tengo nada que decir.
II.
Cuando la conocí llevaba un arnés y hacía guacamole para la fiesta. A penas se relacionaba con nadie. Me dijo su nombre al presentarnos, y no la entendí. Hablábamos en inglés con los turcos. ¿De dónde es?. Hay un silencio que la envuelve y la hace frágil y dura al mismo tiempo. Reconozco el enamoramiento cuando se viene. Lo veo ahí, como un gato agazapado antes de saltar sobre su presa. Inmóvil y concentrado en el insecto indefenso. Es un depredador. El enamoramiento me ocurre así, de pronto, en una fracción segundo. No me ha pasado con muchas mujeres. ¿A caso es distinto? Me siento culpable sólo por planteármelo. Que Dios me coja confesada. Y santiguada. Quiero que está diosa me haga una cruz en la frente con las yemas de sus dedos. Yema. Llama. Prenderse. Fuego.
Es muy hermosa. Siempre los son. Las mujeres que me incendian lo hacen primero con su belleza. Hablamos por fin. Habla español. Fumamos en el balcón y hablamos de cine con otro chico del que tampoco recuerdo el nombre. Estoy nerviosa. Espero que no sé me note. Hablo demasiado, sufro la dichosa manía de custodiar el silencio entre extraños. Le gustan las películas de Vermut. Dudo si contarle que hace algunos años estuvo en mi casa. Que tuvo un affaire con mi compañera de piso y ella para conquistarle le contó uno de mis siniestros amoroso y él dijo que en su próxima película usaría la escena de nuestro último encuentro, el abrazo delante de la tienda de armas. No lo hago. Menuda chorrada. El recuerdo de S me sacude la conciencia. No lo hice bien. Regreso al balcón, vuelvo a la presencia, a habitar mi cuerpo que tiembla. Porque por un rato me he ido y estoy más en la cabeza. El chico sin nombre entra dentro de la casa y nos quedamos a solas. No hay silencios incómodos. La fiesta acaba de empezar y decido quedarme.
Vive en Sevilla. Está pensando en venirse a vivir a Madrid. Madrid es una ciudad bastante acogedora, le digo. No sé si lo que estoy diciendo es cierto pero yo me lo creo. Aunque también pienso Con lo bonita que es Sevilla. Pero hay muchos sevillanos, claro. Yo no sé qué me pasa con los andaluces que me estomagan. Será que todo ese salero me resulta impostado. Qué cantidad de prejuicios tengo. En Galicia, cuando era pequeña, me daba vergüenza decir que soy de Madrid porque temía que fueran a tratarme mal por ser de la capital. Así que cada vez que hablaba me concentraba en que mi acento no me delatara. Volvía de las vacaciones de verano con una tonada cantarina tan incorporada que al empezar el colegio, también por vergüenza, me esforzaba en disimularla. Cuánto empeño en no dejarme ser lo que soy, una muchachita de la capital con vocación de gallega, teñida toda por esa niebla del alma que es la morriña en palabras de Cunqueiro.
III.
La fiesta es divertida pero yo no tengo mucho cuerpo para socializar. Últimamente me siento torpe en los grupos de gente desconocida. Me cuesta hablar de cosas divertidas y no quiero aburrir al personal. Hasta donde ahora la intuyo, a ella le pasa lo mismo. Busco refugio en su compañía, esta desconocida me violenta de un modo diferente y me entrego en cuerpo y alma a esta intimidad incipiente que vamos tejiendo y nos sostiene a las dos entre la multitud.

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